VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

152- El naúfrago de la memoria. Por Hiedra

Estaba corrigiendo exámenes. No llevaba mucho tiempo, pero de pronto notó un enorme cansancio y recostó la cabeza en el respaldo del sillón.

En la radio empezó a sonar la Marcha Húngara nº 5 de Brahms.

Cerró los ojos y se sintió de pronto sumergido en un extraño fluido que se mecía al ritmo caprichoso de los violines, como flotan las medusas y las algas arrastradas por las corrientes marinas.

Cuando sonó el último acorde, volvió al examen que había dejado a la mitad, sobre la mesa. Miró con detenimiento las líneas que tenía ante sus ojos pero no fue capaz de entender nada.  No es que el alumno tuviera mala letra, es que sencillamente aquellos trazos no tenían para él ningún sentido. Pasó las hojas y todas aquellas grafías eran igualmente incomprensibles.

En un atisbo de alarma, casi de miedo, pareció entender el abismo que se abría ante él, y sin embargo, aún se sentía sumergido en un líquido espeso que le impedía alterarse.

Alargó la mano y cogió uno de los libros de su mesa. Lo abrió y observó con detenimiento aquellas líneas llenas de signos extraños. Estaba observando con asombro aquellos puntitos que había encima de unos palitos cuando entró su mujer en el despacho y él abrió la boca para explicarle lo que le estaba sucediendo pero solo salió un ronco sonido gutural, casi un aullido de animal enjaulado. Rebuscó en su cabeza con detenimiento y no encontró nada que pudiera expresar aquella pasmada mezcla de incomprensión y terror.

A partir de ahí  fue todo muy confuso. Carreras, idas y venidas, caras de susto y hombres de bata blanca, mientras él navegaba en su lento fluido, en un océano mudo y sin oleaje, en el que  no existían las palabras.

Le siguió a aquello un tiempo indefinido, una cantidad imprecisa de días de primavera en el que él esperaba sentado en el jardín de su casa, con una manta fina encima de las piernas, a que su mujer o sus hijos fueran a buscarle. Entonces se dejaba llevar dócilmente a la mesa o a la cama. Y  les respondía siempre con una sonrisa, que era el único modo que habían encontrado de expresar sus pensamientos, que ahora flotaban como enormes trozos de pan empapados en agua. Les miraba con afecto, a veces les agarraba con fuerza la mano, agradecido, pero incapaz de reconocerlos.

Nunca salía solo fuera de casa, ni siquiera a pasear por su barrio, porque luego era incapaz de volver.

Poco a poco, le enseñaron de nuevo a hablar. Primero las vocales y luego las consonantes. Y por fin pudo encontrar aquellos sonidos que se habían perdido más allá del horizonte de su mar en calma y, con ellos, pudo formar palabras. Nada más que palabras sueltas, al principio, que él rescataba con enorme esfuerzo de su encharcada memoria. Y después de muchos días, pudo hacer frases, con el mismo afán con el que, en las primeras imprentas, se buscaba cada letra en los pequeños cajones de los tipos.

Después aprendió de nuevo a leer y a escribir y disfrutó, como nunca antes lo había hecho, dibujando cada sonido, atrapando con la punta del lapicero aquellas palabras que durante meses vagaron a la deriva por su cabeza.

A continuación aprendió los números, la suma, la resta, y memorizó, por segunda vez en su vida, las tablas de multiplicar.

Ahora ya podía quedarse sólo en casa y, aunque se desorientaba, recorría todos los espacios, el pasillo y las habitaciones, hasta que por fin llegaba al lugar al que quería ir.  Y en sus idas y venidas por aquel territorio cada vez más conocido, se paraba a observar con detenimiento todos los objetos que le rodeaban: llegaba hasta la mesa de la sala y se agachaba para mirar cómo se habían amachambrado las patas para unirlas al tablero. Todo para él era un reino incógnito por descubrir, y para asombro de su familia, sobre todo le fascinaba lo relacionado con la carpintería: las sillas, los cajones y las estanterías.

Poco a poco fue recuperando sus recuerdos, pequeños  trozos inconexos y flotantes de su vida anterior. La mayoría de las veces contaba recuerdos de cuando era pequeño, pero en trozos tan fragmentados, que apenas eran algo más que el paisaje asustado y azul que ilumina un relámpago en medio de una tormenta.

Pero, para asombro de todos, empezó a utilizar con absoluta precisión una gran cantidad de palabras relacionadas con las herramientas que se usaban hace años para trabajar la madera: el escoplo, la gubia, el gramil, la punta de trazar, el formón, la barrena, el ensamble de espiga, el botador, la caja de ingletes, la escofina, la garlopa y la sierra de costilla.

Fue entonces cuando su familia empezó a sospechar que no estaba recuperando su propia memoria, si no la de otra persona, porque él nunca  había tenido otro oficio que el de profesor y jamás se había aficionado al bricolage.

Su hijo pequeño fue entonces al cajón en el que guardaban aquellas fotos en blanco y negro, con los bordes mellados y amarillentos. Las puso delante de él, encima de la mesa y todos se sentaron alrededor, expectantes. Él las cogió y las fue pasando en silencio, despacio al principio y luego cada vez más rápido como si estuviera ansioso por encontrar alguna en concreto. Cuando llegó a la foto de la boda de sus abuelos se paró en seco. La cogió entre sus manos y observó a su abuelo Arsenio, con un impecable traje negro, junto a la abuela María, con un vestido blanco de talle bajo y un velo que no podía ocultar su sonrisa.

–          Nunca hubo en el pueblo una novia más bonita que mi María ¿la veis? Aún por debajo del velo le brillaban los ojos. Y cuando bailábamos, bien juntos, en la plaza, éramos un solo cuerpo al ritmo de la música…

Luego levantó la vista y los miró uno por uno, desconcertado, buscando a alguien con la mirada.

Rebuscó de nuevo en la mesa, en la que estaban esparcidas las fotografías en blanco y negro, hasta que encontró otra. En ella, los abuelos vestidos aún con el traje de novios,  brindaban delante de la puerta de un negocio. Encima de la puerta, en letras muy grandes, podría leerse:

CARPINTERÍA  ARSENIO

Levantó la vista de la foto y una chispa de lucidez pareció brillar en la tristeza de sus ojos.

–          Pero, ¿dónde está ahora María?

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