Era la fiesta de Halloween y la empresa había alquilado un bar para celebrarlo. Juan estaba apoyado en la barra tomando una caña y mirando a sus compañeros de trabajo con sus disfraces. Vampiresas sexys, con vestidos ceñidos y largas uñas rojas, a juego con sus pintalabios. Chicos guapos disfrazados de Frankenstein pero cuyas cicatrices postizas sólo acentuaban sus perfectos perfiles. Algunos demostraban su sentido de humor con disfraces de ridículos monstruos. Esqueletos, fantasmas, zombis, demonios, brujas, verdugos. Había de todo.
Qué esfuerzo ha hecho la gente, pensó Juan. Y qué ambientazo. En la pista de baile retumbaba la canción Thriller y la gente se movía al estilo de Michael Jackson. Las mesas estaban abarrotadas de gente muy animada. Algunas bebían, otras conversaban; todos se reían.
Juan sólo llevaba un mes en la empresa y no conocía a la mayoría del personal. Esperaba que esa noche fuera una oportunidad para hacer amigos. Pero observando a todo el mundo pasándoselo bien se acordó de cuando, con ocho años, se cambió de colegio. Le vino a la mente un recuerdo de él arrimado a la pared del patio mirando a los otros niños. Unos corrían, otros jugaban, todos gritaban y se reían y Juan deseaba más que cualquier otra cosa tener por lo menos un amigo. “Madura de una vez”, se dijo Juan, pero no podía quitarse el sentimiento de soledad. Para animarse pensaba en lo original que era su disfraz.
* * *
Hace tres días tomaba un atajo en un barrio de la ciudad que no conocía muy bien cuando se fijó en un cartel, Disfraces para todas las ocasiones. Juan todavía no sabía muy bien que impulso le hizo entrar en la angosta tienda, casi sin escaparate y el único local abierto en el callejón. No había más clientes y le recibió un señor de corta estatura que vestía con un traje gris y convencional que contrastaba con la estridente ropa que colgaban de los pecheros.
— Tengo el disfraz perfecto para su fiesta de Halloween –dijo el hombre.
— Bueno, no sé si iré –contestó Juan y se preguntaba si la suposición del vendedor era porque nadie compraría en su tienda si no fuera para ir a un tipo de verbena—. Es del trabajo y casi no conozco a nadie… –y Juan también se preguntaba porque hablaba tan francamente con un desconocido.
–¡Hombre, más razón aún para ir –dijo el extraño dependiente–. A veces nos revelamos más cuando estamos disfrazados. Tengo algo perfecto para usted: el médico de la muerte –y sacó una bata de hospital manchada de sangre falsa. Como accesorios había un cinturón de donde colgaban dos riñones de plástico y un estetoscopio manchado con un verde viscoso.
— Pruébeselo, encima del traje –insistió el señor– ¿Ve que bien le queda?
Bueno, lo compraré e iré a la maldita fiesta, decidió Juan. Al salir de la tienda el dependiente le regaló unas gafas cuyas lentes se asemejaban a un par de placas de rayos-x.
–Serán la guinda del disfraz. Verá –dijo con una macabra sonrisa.
* * *
Ahora Juan se acordó de las gafas y las sacó del bolsillo. Tardó unos segundos en acostumbrarse a sus lentes oscuras. Notó el empujón de alguien que quería llegar a la barra y se movió a un lado. Juan la reconoció como una mujer que trabajaba en contabilidad; una mujer que apenas conocía pero que le parecía simpática.
–Hola…. –empezó a decir, pero la chica sólo le dedicó una breve sonrisa antes de dirigirse a un chico que estaba a su lado. Juan se sintió rechazado. ¿Algún día una chica volverá a mostrar interés por él? La chica ya estaba de espaldas a él y -¡qué raro!- las vendas que la cubrían eran diáfanas. Será unas de esas telas que se transparentan con las luces de neón, pensó Juan mientras admiraba la ropa interior de la chica pero ésta se dio la vuelta y Juan se horrorizó al ver una gruesa, lívida cicatriz que atravesaba su abdomen. ¿De qué la habrán operado? se preguntó.
Con un poco de vergüenza y pena Juan apartó la vista. Fue a buscar a algún colega pero se topó con un zombi. Y otra vez podría ver a través del disfraz distinguiendo que el corazón del chico salía de su pecho y estaba partido en dos. El zombi estaba acompañado por una bruja y Juan observaba que debajo de las mangas largas, salpicaba sangre de dos cortes en las muñecas de ella.
Como un murciélago enjaulado que buscaba desesperadamente una salida, la mente de Juan intentó encontrar una explicación. ¿Sería que ya se vendían disfraces de tercera generación, de una sofisticación que él no sospechaba? No puede ser; lo que veía era demasiado real. Entonces alucinaba. ¿Pero por qué? ¿Se habría vuelto loco? ¿Habrían echado algo en su cerveza? ¿Soñaba? Sus piernas temblaban y la ansiedad lo estrechó, como una serpiente. Cerró los ojos e hizo un par de respiraciones hondas. Llamaría un taxi para que lo llevaran a casa, o quizás a urgencias.
Se dirigió hacia la salida, ignorando las carcajadas y las alegres conversaciones que le rodeaban. Procuró mirar el suelo pero le era imposible no fijarse en la gente que le rodeaba. Y sus heridas. Golpes, quemaduras, puñetazos, signos de tortura…Cicatrices abiertas, otras curadas, pero todo el mundo herido. Juan sintió dolor en la mano izquierda. La miró y vio que uno de sus dedos estaba cortado y colgaba de un hilo de tendón. El dedo donde llevaba el anillo de matrimonio antes del divorcio.
Preso de pánico, Juan se abrió paso a empujones entre la multitud pero no vio un escalón. Se cayó de plano y las gafas salieron despedidas.
— ¡Hombre, Juan! Es pronto para caerte borracho. —Juan identificó la voz de su compañero de despacho, Martín. Juan le miró y vio su cara sonriente y jovial, como siempre.
—Venga —Martín le ayudó a levantarse. — ¿Qué te ha pasado? Salías como alma en pena. Estás muy pálido. ¿Es que has visto un fantasma? ¡O una vampiresa te ha estado chupando la sangre!
—Déjate de bromas —dijo una chica que Juan reconoció como la mujer momia pero ya las vendas de su disfraz eran tan impenetrables a la vista como un muro.
–¿Estás bien? –le dijo la chica. Juan notó preocupación y cariño en su voz
Martín cogió las gafas del suelo, sus gruesas lentes rotas en mil pedazos.
–¿Son tuyas, Juan? —le preguntó. —Por eso te habrás caído; con ellas puestas no se podría ver nada. —Juan miró a las personas que le rodeaban. Gente normal, pasándoselo bien. Gente vestida de ropa rara, pero hermética.
—Veo mejor sin ellas. Creo —respondió.
—Te has hecho daño —dijo la chica. Asustado, Juan se fijo en su dedo pero ya no se veía la herida.
—En la frente, un rasguño —continuó la chica.
—Gracias, pero es nada —respondió Juan, mirando otra vez su dedo. Sonrió a la chica–. Sobreviviré. Como hacemos todos.