144- Gabriela, Andrés y el clima. Por Gabriel Millás
- 14 julio, 2011 -
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El año que Andrés se instaló en el barrio, el clima pareció enloquecer: el invierno era abrasante mientras que en verano no dejaba de nevar. La rutina parecía haberse vuelto del revés, o del derecho, quién sabe. Todo coincidió con su llegada, por lo que no se podía evitar que las personas mayores no le cogieran “ojeriza”, como comentaba mi madre cuando venía de misa, con el rosario todavía en la mano.
Pero tuvimos suerte: el bar que Andrés abrió no cerraba ningún día de la semana. Allí nos refugiábamos, como si fuéramos murciélagos en cuevas.
Andrés era un tipo peculiar que nos recibía unos días de manera efusiva, otros días casi escupiéndonos. Pero aún así, siempre volvíamos, entre otras cosas, porque cocinaba unos bocadillos comibles —comparado con lo que se cocinaba en el resto del barrio—, y era el único —en esto sí era experto— que contrataba mujeres explosivas. En especial recuerdo una preciosa camarera latina por la que todos babeábamos, con caderas anchas y morros carnosos.
Andrés no solía pasar desapercibido, y menos si era la primera vez que se le veía. Siempre que tiro de memoria, me viene a la mente su manía más característica: de noche, siempre llevaba puestas sus gafas de sol. “Total, para la mierda que hay que ver por la noche” nos decía cuando le preguntábamos por aquella vieja costumbre, como si su respuesta cerrara la cuestión así, sin más.
Además, él no supo —o no quiso— acostumbrarse al clima: en invierno, cuando más apretaba el sol, llevaba su inseparable abrigo de pana; en verano, en los días en los que la nieve nos casi nos impedía salir de casa, se le podía ver con su desgastada camiseta de tirantes sirviendo tras la barra. A menudo nos decía que no iba a ceder, que más le valía “Al tal Clima” (como si éste fuera una persona que pudiera elegir) adaptarse a él. Curiosamente, nunca lo encontramos constipado, ni con frío.
No podíamos evitar culparle, a medio camino entre la broma y la precaución por el miedo que nos transmitían nuestras madres sobre “sus poderes satánicos”, de la locura de tiempo que sufríamos. Lo hacíamos al calor achicharrante del invierno, cuando salía a atendernos a la terraza; o dentro del bar, en los días más gélidos del verano. También le rogábamos que nos atendiera Gabriela, pero hacía oídos sordo a esta sugerencia, incluso nos amenazaba con rabia de echarnos del local si no dejábamos de hablar de ella, “con esos ojos de cerdos y esas palabras que no las merecía una mujer así”.
Así pasamos los dieciséis años, sin saber muy bien si el clima seguiría igual o no en el futuro, si los árboles perderían las hojas o florecerían cuando toca, si alguna vez Andrés se adaptaría al clima o si por fin nos dejaba deleitarnos con Gabriela mientras nos servía, y mirarle el escote con desespero, como tratando de encontrar el sentido de la vida allí adentro, allí escondido en algún lugar entre sus dos pechos.
Una noche, casi a los dos años de encontrarse en el barrio, y con el clima igual de raro que él, nos dijo que debía confesarnos algo. Lo vimos angustiado, como si soportara un secreto milenario sobre sus hombros. Los cuatro amigos nos miramos sin saber por qué a nosotros, ya que tampoco habíamos entablado una amistad con él más allá de ser clientes asiduos, pero la curiosidad pudo más que la duda que nos invadió a todos a la vez—sin necesidad de que nos la contáramos— sobre si nos haría un conjuro o algo por el estilo.
Le dijo a Gabriela que ya podía irse a casa y cerró las puertas del local, cabizbajo. Puso el aire acondicionado para combatir el calor invernal —que era más asfixiante conforme nos acercábamos a febrero— y nos sirvió nuestras primeras cervezas, unas cañas que no estaban todo lo frías que debían servirse y quizá por eso es que todavía las recuerdo.
“Estoy demasiado enamorado de Gabriela y, y…” decía, balbuciente, con los labios temblando, cerca de darle un infarto o tener una revelación mística.
Nos estuvo contando su amor por Gabriela. Estuvo dos horas narrando su tormento desde que la contrató nada más llegar al barrio y, realmente, parecía estar enfermo de amor. Pero ni una palabra de lo del clima, que era lo que de verdad nos importaba.
Debió notar algo de decepción en nuestras caras, ya que lo que había empezado de manera solemne, con esa enfermiza declaración de amor, se estaba convirtiendo en un monólogo insulso, como si lo pronunciara una máquina. Su voz se volvía dura y ya no daba muestra de desespero. Esperábamos y esperábamos a que en cualquier momento, Gabriela tuviera algo que ver con el clima, como si por estar enamorado de ella, él tuviera la fuerza de modificarlo —cosas más fuertes se han conseguido por amor—. Pero ese momento no llegaba y nuestra juventud no aguantaba más aquellos rollos amorosos. Si acaso, sonreíamos al escuchar el nombre de Gabriela.
Cuando no aguantamos más y nos pusimos a bostezar, algo aturdidos por el alcohol, dijo que nos fuéramos y que no volviéramos por allí, “Sois unos críos. Babeáis por Gabriela. ¡Ella es una mujer, no una chiquilla!” dijo y, con un exagerado manotazo, tiró los vasos de la mesa al suelo. Se echó a llorar sobre la mesa y nos miramos, aguantando una carcajada.
Nos levantamos mareados—era la primera vez que bebíamos— y salimos de allí entre risas, cogidos por los hombros, bromeando acerca de Gabriela, Andrés y el clima. Se nos había pasado la modorra y teníamos ganas de pasear.
El calor nos recibió de lleno en la calle e hizo que nuestra juerga fuera mayor. Entonces oímos un ruido similar al de un trueno. Nos miramos extrañados porque la noche estaba despejada. Encogimos los hombros y continuamos paseando y cantando.
Si nos hubiéramos girado, quizá, hubiéramos visto un pequeño reguero de sangre deslizarse por debajo de la puerta del bar (el periódico al día siguiente hablaba de un suicidio), pero no lo hicimos: estábamos desesperados por cruzarnos con la sensual Gabriela. Pero no hubo suerte. Perra vida.
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Hoy he vuelto por el barrio el cual abandoné al poco del incidente de Gabriela, Andrés y el clima, porque trasladaron a mi padre a otra ciudad por motivos laborales.
El clima sigue su curso natural —al que estamos acostumbrados, quiero decir—y el bar que regentaba Andrés ha sido suplantado por un Restaurante Chino que apesta a fritanga desde varios metros antes de llegar.
Los vecinos que quedan, los más mayores, casi no recuerdan nada de aquellos tres inviernos y tres veranos tan inverosímiles. Los tienen, incluso, como una parte de algún sueño o una película. Pero como algo ajeno a sus vidas.
He quedado con amigos para comer en un restaurante famoso y nada ha sido lo mismo. Nos ha atendido una camarera, pero ya no era Gabriela, esa mujer que era capaz de hacer que alguien cambiara el clima por los efectos de su amor. Al menos eso pensábamos y lo creíamos tan cierto como que dos y dos siempre son cuatro.
(Unos años después me informé de que lo sucedido durante aquellos tres años no tenía nada de sobrenatural, sino más bien de Cambio Climático que sufrimos en la actualidad. De todas formas, esto no lo dije durante la comida —aunque de nuevo, creo que todos lo sabíamos— porque no quería estropear un pasado que todos guardábamos como irrepetible).
Al acabar de comer, pagué la cuenta, me despedí con desgana de mis amigos y los dejé tomando café.
144- Gabriela, Andrés y el clima. Por Gabriel Millás,
El relato navega entre varias aguas sin decidirse por un tono concreto. Reducido al absurdo, paradójicamente gana bastante. Quizá haya sido ésa la intención del autor.
Revisa los errores. Hay uno al comienzo que desdibuja uno de los pilares del relato, el clima: «en verano dejaba de nevar». Le falta el «no» antes de la palabra verano, y en esa frase importa mucho.
Suerte.
Gracias por el comentario. Tienez toda la razón respecto al «no», es básico y fundamental. Lo comunico de inmediato.
Creo que has acertado con tu crítica. Gracias de nuevo.
Ya les he pedido que lo modifiquen.
Espero que lo hagan.
Ggracias y suerte.
RELATO INTIMISTA, ME GUSTÓ, AUNQUE ME CHIRRIARON DOS O TRES FALTAS DE ORTOGRAFÍA O DE TECLEO. SUERTE
Gracias, Moreda, por tus palabras.
Respecto a las faltas, debo de estar tan acostumbrado a ellas, que he releído el relato y no las he visto.
De todas maneras, es probable que sean de tecleo. Y si no son de eso, son errores de corrección. La verdad, es tan difícil hacerlo perfecto. Por eso agradezco TODOS los comentarios.
Suerte a todos.
Suerte.
un saludo
Suerte
El inicio del relato sugería que éste iba a discurrir por los senderos del «realimo mágico». Lástima que al final nos desinfles el globo racionalizando el motivo de aquella incoherencia climática. Por lo demás, está entretenido y, a mi particularmente, me quedaron las ganas de conocer a la tal Gabriela. Será que todavía me siento joven.
Mucha suerte para el certamen
Aunque adoro a GGM, creo que el final que tiene el relato es más acertado. Gracias por tu comentario!!