La noche en que Bastián daba su paseo junto al río, algo alejado de las caravanas, oyó una especie de sollozo; según se acercaba el llanto fue haciéndose más y más nítido. No cabía tener miedo porque él, Bastián, era el hombre fuerte del circo, aunque su función dentro de la trouppe fuese la de domador de pulgas. Lo grande contra lo chico, pero en ambos casos, resistentes a los contratiempos. Se acercó con cuidado por lo que pudiera encontrarse. Miró alrededor y no pudo, sin embargo, observar más que la negritud de la silueta de los matorrales. Se detuvo; el silencio de pronto lo cubría todo, pero un poco después volvió a sentir el llanto misterioso de un niño. Allí, sentada con un vestidito blanco, se hallaba una criatura de unos dos años de edad. Era una niña como de cuento, con ricitos oscuros y nariz chata. La tomó entre sus brazos peludos y rechonchos y la alzó para verla bien.
Veamos, eres una monada… ¿Cómo te llamas, preciosa?
La niña comenzó a llorar de nuevo.
Calma, calma. Tu tío Bastián te pondrá un nombre. Bella, ¿Te parece? No ha sido muy difícil encontrarlo.
La niña empezó a mostrarse más tranquila. Bastián la fue haciendo mimos hasta llegar la caravana donde vivía. Una vez dentro la preparó una camita en el arcón donde guardaba su ropa y enseres, que no eran muchos. Le dio unas galletas que la niña hizo chapotear en un vaso de leche. Bastián se quedó satisfecho y pensó que lo mejor sería guardar el secreto de su botín, por si alguien lo venía a reclamar. La nena la había descubierto él y si no hubiera sido así probablemente hubiese muerto de frío aquella noche.
Al día siguiente Bastián no quería despertarla, pero se dio cuenta de que si no lo hacía Bella se pondría a llorar cuando se sintiera sola y atraería la presencia de los otros miembros del grupo. Así que la puso en su regazo y, para ahuyentar la modorra en los ojos de la niña, comenzó a mecerla colocándola a horcajadas en su pierna. Bella enseguida empezó a reír con voces risueñas y haciendo fiestas.
Schhhh… Bella, voy a explicarte lo que vas a hacer. Tienes que quedarte muy quietecita aquí, en tu cama. ¿Lo vas a hacer, me entiendes, cielo?
Debía de resultar extraño oír hablar así a alguien que no está acostumbrado a los niños, pero a Bastián le salía de manera espontánea y no le preocupaba que su corpachón no coincidiera con los epítetos usados para su pequeña. Bella, por su parte, parecía entenderle sin dificultad, porque puso carita seria y, cuando la tendió otra vez, sobre la sábana, se quedó muy quieta. Sonriente, Bastián le dijo en voz baja
Y ahora a dormir de nuevo, hasta que venga y te traiga una chocolatina. Este será nuestro secreto, pero antes voy a darte un vaso de leche para que te duermas bien.
Pasaron diez años y Bella seguía con Bastián, sin que nadie la hubiera visto nunca. Los dos salían muy de noche, cuando ya dormían los demás, e iban a dar vueltas por los lugares donde acampaban. El circo era pequeño y hasta entonces no había habido secretos entre sus miembros. Sin embargo, Bastián, a pesar de que ya el miedo de que reclamasen a la niña quedaba lejos, se mostraba celoso de su intimidad y temía perder el favor de ser el único que la cuidase.
Un día Bella le preguntó a Bastián el motivo de que no pudiera exhibirse a la luz del día y poder presenciar los números del circo y conocer a sus componentes. Bastián se mostró tranquilo y la sentó sobre sus rodillas, como cuando era niña.
Verás, encanto, si los demás vieran lo hermosa y bella que eres, como tu nombre, te harían proposiciones ofensivas, por lo que no me quedaría más remedio que enfrentarme a quien las pronunciara, y eso nos llevaría a la ruina. No creas que les tengo miedo, ni mucho menos, pero si me hacen perder el control de una forma u otra lo pagaríamos con nuestra separación.
No te entiendo, Bastián. Respondió Bella abriendo más sus grandes ojos grises.
Es fácil de comprender, pequeña. Si le causara daño a cualquiera que se dirigiera a ti con malos fines iría a la cárcel, a pesar de la razón que me asistiera. Si, por el contrario, me lo causan a mí, también quedarías indefensa y ¿quién te cuidaría en cualquiera de los dos casos? ¿acaso quieres quedarte sola, sin tu pobre Bastián?
¡No! ¡Quiero estar siempre a tu lado! Prométemelo.
Te lo prometo. No temas. La tranquilizó el hombretón de escarcha.
Yo te llevaré, no obstante, a ver las piruetas y acrobacias en secreto, no debes preocuparte. Podrás presenciarlo todo pero con cuidado de no ser vista.
Gracias, Bastián. Y le dio un beso.
Sin embargo, en ese momento pasaba el enano Cubilete cerca de la caravana de Bastián y le pareció oír murmullos. Curioso como era, acercó el fino oído a la puerta, pero entonces se dejó de escuchar ruido alguno. Para cerciorarse llamó a la puerta.
Bastián preguntó quién era y después le dijo que se largara, que tenía un fuerte dolor de cabeza, a la vez que hacía señas a Bella con el dedo índice para que no hiciese ruido. Cuando comprobó que ya no estaba, Bella rompió a reír y quiso saber quién era aquel tipo.
Un enano socarrón y entrometido. No conviene gastar bromas con él.
Nunca he visto un enano, Bastián…
Son seres deformes, que además disfrutan de la desgracia ajena para olvidar la suya.
Pues a mí me dan pena.
No, cariño. La consoló Bastián. No debes sentirte afligida, son ellos los que se burlan de los que no son sus iguales, y son crueles. No lo olvides.
Pasaron tres años más y Bella sentía que empezaba a necesitar un espacio más amplio del que disponía. Bastián, era cierto, la había llevado a sitios, siempre a escondidas de los otros, donde se respiraba casi el mismo aire lóbrego y cegado de la caravana. Incluso cuando fueron a cenar a Scaramouche, el célebre restaurante a orillas del Danubio, lo hicieron a una hora en que aún no había llegado nadie.
Bastián…
Dime, cariño.
¿Por qué no puedo ver a nadie? Si salimos, vamos del coche a casa y de casa al coche, pero a mí me gustaría pisar las calles y observar a la gente… Ya no pueden reconocerme ni apartarme de ti.
Muy bien, señorita, ¿Y si me preguntan de dónde has salido? ¿Y si me piden los papeles de tu nacimiento?
No lo sé, Bastián, pero de veras, es todo muy triste. Ni siquiera tengo un espejo donde reflejarme.
Tontina, espera un momento. Y recuerda…
¡No te muevas! Repitieron los dos al unísono.
Al cabo de unos minutos Bastián regresó con un paquete bien envuelto y una cinta colgando del mismo.
Toma, Bella, es para ti.
Siempre que Bastián le hacía un regalo, a Bella se le pasaba el enfado, como él bien sabía, y con la misma ilusión de cuando era pequeña lo abría entusiasmada.
¡Un espejo dorado! Es precioso, Bastián. Te quiero. Y a la vez que se colgaba de su grueso cuello, cada vez más y más orondo, se veía reflejada en el cristal.
Unos segundos más tarde se quedó fija frente a su rostro, que siempre había adulado Bastián, y con actitud y gesto serios se volvió a él.
¿Soy tan bella como dices? Cuando me llevaste a ver la función aquella vez y pude vislumbrar a la trapecista tras el telón, ¿recuerdas?, me pareció la mujer más hermosa del mundo.
Pues ella no es ni así de bella comparada contigo.
¿La próxima vez podría tener un espejo de cuerpo entero?
¿Para qué? Este es un lugar pequeño y hay que ahorrar espacio. Bastante es que quepa yo.
Bella esbozó una sonrisa.
Es verdad, Bastián, eres un gigante… grande, grande y te quiero mucho.
Tan grande como tontorrón. No dejarás a este vejestorio cuando ya no sea tan fuerte ni tan grande, ¿verdad?
¡No digas tonterías, Bastián! Le amonestó Bella.
Una tarde en que Bastián tuvo que ir a la ciudad, Bella se quedó en la caravana, como siempre, bajo la severa advertencia de no abrir ni contestar a cualquier requerimiento. Estaba la joven hojeando un libro cuando sonó la puerta de la caravana. Bella se mantuvo quieta y aguantó la respiración todo lo que pudo. De pronto, volvieron a sonar dos golpes secos y una vocecilla que ya había escuchado antes. La de Cubilete.
¿Quién hay? Sé que estás ahí. Vamos, abre.
Había algo en esa voz que asustaba a Bella. Tal vez se debiese a lo que Bastián le había dicho sobre aquel hombrecito que tan malvado se le antojaba. De repente dejó de oírse el golpeteo y, en su lugar, Bella escuchó unos pasos que se alejaban. Sin embargo, Cubilete no había desistido de su curiosidad; rodeó la caravana y subió por la escalera hasta el techo. Levantó el tragaluz y observó atentamente el interior del habitáculo. Al principio no vio nada, pero, inclinando más la cabeza, observó una figura de melena oscura que desde lo alto parecía un borrón de tinta.
Ajá, así que eras tú a quien el gordo mantenía en secreto. Y se puso a canturrear.
Eras su pulga especial,
La que de forma proverbial guardaba
En su caja de cristal.
Hola, preciosa. Me llamo Cubilete, ¿Y tú?
Bella hubiera querido gritar, pero la sorpresa hizo que se quedara absorta mirándole. El hombrecillo aprovechó para bajar de un salto sobre el jergón donde dormía Bastián.
Ju, Ju empezó a mofarse bailando alrededor de Bella, ya tengo novia, ya tengo novia. Venga, vamos a anunciárselo a todo el mundo.
Y, tomándola de la mano, tiraba de ella con una fuerza inusitada.
Suelta, verás cuando venga Bastián. Suelta, te digo. Decía Bella casi chillando.
Ay, la señorita, qué creído se lo tiene porque su hombretón le ha dicho un par de linduras. Ven conmigo, yo te daré lo que necesitas.
Nunca podría compartir nada contigo, monstruo.
Esto enfureció a Cubilete más de lo que podía haberlo hecho cualquier otro calificativo.
¿Monstruo yo? ¿Acaso te has mirado en el espejo, princesa? Procuraba zaherirla mientras la arrastraba a su tabuco.
Déjame, yo nada tengo que ver contigo, déjame, que me das asco.
Sin más la metió en su remolque. Un espejo de cuerpo entero presidía el lugar de manera insolente.
Mira, mírate, Afrodita, mirémonos los dos. Y comenzó a reír con mayor vehemencia.
Con el espanto impreso en sus ojos, Bella los abrió sin querer mirar del todo, pero eso no evitó que el espejo le devolviese la imagen de dos figuras, deformes y extrañas, asidas de la mano. Una reía estrepitosamente mientras la otra permanecía con la boca abierta, sin que de ella brotase palabra alguna.