VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

141-El ladrón de palabras. Por Pillo

­           Me dedicaba a robar palabras. Entraba por las noches en las casas, aprovechando el silencio. Mientras mis víctimas dormían o roncaban como rinocerontes, les hurtaba verbos, adjetivos, pronombres o sustantivos. Así, en una noche podía agenciarme una amplia variedad de términos como pobre, jirafa, hospital o policía. Cuando los incautos se despertaban a la mañana siguiente, eran incapaces de pronunciar esos vocablos. De sus mentes se habían borrado aquellos términos para el resto de sus días.

­           A veces, se daban cuenta de forma inmediata:

­            —¡Nos han robado! Llamemos a la…

­           Pero sus cerebros estériles eran incapaces de articular esa secuencia lingüística.

­           Otros tardaban más tiempo en percatarse:

­           —¡Vamos al zoo a ver los animales esos con unos cuellos tan largos!… Las ésas tan altas con motas negras que comen hojas de los árboles…

­           Y pensaban que se debía al alzhéimer o a problemas con su memoria.

­           Nada más lejos de la realidad.

­           Por mucho que tomasen complejos vitamínicos o jalea real para potenciar su mente, no volverían jamás a recordar esos términos.

­           A un chico le afané la expresión te quiero y se declaró a su novia con un yo amo a ti. Y ella, lo abandonó por analfabeto.

­           A un señor le hurté la palabra hacienda. Ahora, cuando acudía a presentar anualmente su declaración decía a sus familiares y amigos que iba a somos todos.

­           Lo peor le ocurrió a un poeta cuando le sustraje las metáforas. Enseguida, sus poemarios se llenaron de sustantivos a los que les faltaba fuerza. La crítica fue dura. Pronto, dejó de vender sus obras y terminó de albañil componiendo estrofas de ladrillos y poemas de casas adosadas con una hipoteca. Se ahorcó del forjado de una viga, un día triste de noviembre.

­           Mis compradores eran principalmente aprendices, escritores amateurs a los que el folio en blanco, la falta de talento o la escasez creativa les devoraba en sus hogares cada noche. En su afán de ser alguien en el mundo de las letras, recurrían a cualquier método fraudulento que les pusiera en bandeja la fama, el acceso al mundo editorial y, por supuesto, montañas de dinero.

­           Mi negocio también nutría a futuros literatos que buscaban la inspiración a base de nuevas palabras o ideas ajenas con las que pretendían dar vida a relatos y novelas. Además, había quienes deseaban mejorar el estilo y la calidad de sus creaciones. Aunque lo único que conseguían era enriquecer los textos.

­           Las tarifas solían variar en función del trabajo. Los verbos se cotizaban a cien euros, los adjetivos a sesenta y los sustantivos a veintitrés. Si la palabra resultaba difícil de sustraer, cobraba hasta cinco veces más.

­           A veces funcionaba por encargo. Si un aficionado se hallaba escribiendo una novela sobre el mundo de las drogas y necesitaba jerga de la calle, yo le abastecía. Me infiltraba en entornos marginales y me esforzaba en caer bien a delincuentes, proxenetas, meretrices y vagabundos. En unas noches les hurtaba “qué hay tron”, “hace un peta”, “tope guay”, “da buten” o “asin”. En alguna ocasión también me timaron. Pensaba que el tipo era culto; sin embargo, el término más refinado que sabía pronunciar correspondía a la palabra idiota.

­           Los escritores amanerados me pedían que les buscara cultismos, expresiones que ni siquiera aparecían en los diccionarios de la Real Academia. Entonces, me introducía de incógnito en los ambientes intelectuales junto a bohemios, artistas y eruditos del lenguaje. Pasaba desapercibido en esas tertulias, ya que no abría la boca y decía a todo que sí, sin tener la más remota idea de si una sinestesia utilizaba sentidos distintos para expresar un concepto o de si las frases que uno podía toparse en los urinarios públicos constituían un nuevo tipo de arte urbano.

­           Aprovechaba el instante de vuelta a casa y me abalanzaba sobre las víctimas como un tigre que arrincona a un lémur en un documental de La 2. El desdichado lloriqueaba, rogando clemencia. Incluso me pedía de rodillas que no me apoderase de tantos términos porque no deseaba convertirse en un ignorante. A un reconocido filósofo lo dejé casi en pelotas. Cuando me marché, su fluidez verbal correspondía a la de un niño de cuatro años. Lo más inteligente que llegó a decir desde entonces fue “mamá, caca”. Terminó internado en un centro para personas con deficiencias mentales. Muchos médicos diagnosticaron que el hombre se pasó de listo. ¡Qué ingenuos!

­           Los publicistas exigían eslóganes originales, frases con las que vender a la audiencia sus productos milagrosos. No era nada sencillo dar con un buen claim. Si el creativo pensaba comercializar un artículo de limpieza para el hogar, yo me introducía en la mente de las amas de casa buscando una frase genial. A veces, sólo sacaba serrín; otras, brillantes ideas para acabar con sus ex maridos. O me enteraba de las virguerías que hacían para que su amado esposo no se enterase de que estaban liadas con el vecino del quinto. Sin embargo, para dar con un buen texto era imprescindible indagar en el inconsciente hasta sacar algo valioso.

­           Los abogados representaban otro gremio que requería de mis habilidades. Siempre andaban a la caza de vocablos técnicos y palabrejas que descolocasen a sus adversarios. Tener una buena labia y gran fluidez lingüística podía significar la diferencia entre convencer al jurado o ver pudrirse a su cliente durante años en la trena.

­           A ciertos  políticos también les suministré palabras como “miembras”, “cuasi” o “niña”.

­           Algunos de mis clientes se volvían adictos y cada día reclamaban su chute de palabras con la intención de enriquecer sus escritos. Había instantes en que les entraba el mono y buscaban su dosis de términos en el mercado negro. Y compraban dosis adulteradas de palabras a las que faltaba alguna vocal o consonante. Así empobrecían sus historias, pero les servían para ir tirando hasta que encontraran otra cosa. En ocasiones se quejaban porque presentaban sus creaciones a concursos y nunca los premiaban. Algunas erratas o un término incompleto lastraban sus escritos.

­           Mi negocio florecía a pasos agigantados. Clientes de todo el país pedían mis servicios. Una noche, al llegar a casa, dos tipos me sorprendieron, me golpearon y me amarraron a una silla. Después durante horas empezaron a sustraerme términos. Enseguida toda la educación que había recibido en treinta y seis años se desvaneció en el aire como una estela de vapor. Me volví un zoquete que hablaba en indio, comiéndose artículos y preposiciones y sólo sabía decir “me se ha stropeao el carro”, “la fragoneta mal aparcada está” o “hambre yo tener”. Con semejante nivel cultural, nadie quería relacionarse conmigo ni solicitarme hurtar palabras. De modo que no tuve más remedio que olvidar el oficio de ladrón y dedicarme al pastoreo. Ahora hablo con las ovejas y estoy intentando aprender a comunicarme.

­           —¡Beeeee!

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