Ramón P.G. siempre se habia sentido raro, en el Colegio, en las fiestas, en el club al que su madre le obligaba a ir cada sábado. A lo largo de su vida y a cada encuentro se confirmaba tortuosa y larvadamente su incómoda inferioridad. Por más que se esforzara, por alguna maldita razón, intuía que no se merecía estar entre los vivos, simplemente estar.
Ya era un hombre maduro y ya hacía muchos años que se dejaba llevar por la corriente como una estúpida ameba. ¿Vamos aquí? -Sí vamos. ¿Hacemos esto? –si si ¿Vienes hoy? -si voy; mientras, pasaron sin compasión los mejores años de su vida sin que haya podido decidir nada en verdad relevante. Su vida era una fluída corriente. Su sentido común, sus esfuerzos, sus deseos, su trabajo, sus amistades, su familia, su todo se amalgamaba en la delgadez de su ser que ahora le resultaba vacío. Todo lo que le rodeaba existía exactamente del mismo modo en que podía no estar.
Estaba tan harto del mundo real y conciente que prefirió dejarse llevar a otra dimensión. Empezó a leer libros de espiritismo, de meditación, de viajes astrales, de magia, y luego terminó leyendose completamente la biblia, del Génesis al Apocalipsis. Era lo único que lo consolaba. Su verso preferido era:
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora:
Tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado;
tiempo de matar y tiempo de sanar; tiempo de destruir y tiempo de construir;
tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de estar de duelo y tiempo de bailar;
tiempo de esparcir piedras y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar y tiempo de dejar de abrazar;
tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de arrojar;
tiempo de romper y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar;
tiempo de amar y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra y tiempo de paz.”
Lo escribía a mano en cualquier papelito que encontraba (el decía que era para ejercitar la memoria) y luego los usaba como índices de sus libros.
Pero por más que lo leyera y lo releyera, era consciente de que para él, el tiempo se estaba acabando.Ramón P.G. había tenido tiempo para curar pero no habia curado, habia tenido tiempo para buscar pero no habia buscado, tiempo para bailar pero no había bailado. Todo lo que él hizo fue sin querer y la peor sentencia es que éso que creyó no elegir, en el fondo lo había elegido, traicionando su inconsciente. Progresivamente esa sensación de insatisfacción permanente lo había llevado a un grave estado de dejadez. Sus familiares no terminaban de entender si Ramón P.G. era un cínico o un estúpido. Su familia lo toleraba cada vez menos, lo rechazaba. Pero ese repudio social no era más que un reflejo donde Ramón P.G. se lavaba la cara cada mañana.
A la vista de todos empeoraba cada día, él, en cambio, se sentía cada días más cerca de La Verdad. No sabía definir lo que era, pero la sensación era de superioridad. Cada día sus monólogos interiores eran más intensos; se podía pasar horas mirando un árbol, y lo que para otros era signo de locura, para él significaba no ser superficial y mediocre como siempre lo había sido.
Llegó a estar tan ensimismado que cuando su mujer le dijo que se fuera de casa, él ni siquiera reaccionó, ni un gesto, ni un sonido; mientras ella lo seguía con la mirada, horrorizada por su comportamiento, él agarró una bolsa de supermercado, puso un par de calzoncillos y el pijama de color azul con rayas que ella le había comprado en la tienda cutre del barrio. ¿O no fue así? ¿o fue él quien le dijo que mejor se iba para siempre? ¿acaso no fue ella quién le puso el pijama en la bolsa? No podía recordarlo y tampoco se esforzó en hacerlo. Los demás se interesan siempre en los detalles más morbosos sólo para juzgar, pero a Ramón P.G. ya no le hacía ningún efecto que los demás lo juzgaran. No paraba de pensar en lo mucho que le hubiese gustado irse cuando aún era joven, cuando aún tenía un cartucho de felicidad, cuando aún tenía los cabellos llenos de virilidad y negros de azabache, cuando aún podía decidir. Hay tiempo para tiempo para reír y tiempo construir y tiempo para … Ramón P.G. se sobresaltó al oir le ruido metálico de una puerta. «Ese es el hijo de puta del asesino» oyó decir. Tal vez esa había sido la única decisión de su vida.