Después de colocar las herramientas en el suelo, me dispuse a armar el taladro. Montar el televisor sobre la pared requería un buen anclaje, así que elegí la broca más grande. Mientras preparaba la máquina, me giré y sonreí a Ignia, que aún retozaba entre las sábanas. La noche fue larga y tendría la cabeza un poco pesada por el cava, lo mismo que yo.
Me presté voluntario esa mañana de domingo para hacerle algunos arreglos en casa. Tres semanas con ella y todavía no nos conocíamos demasiado bien; esperaba que la relación fuera a mejor, que se consolidara.
Mirándola sobre la cama, recordé lo sorprendente que fue todo cuando la conocí. Trabajábamos en la misma multinacional y mi tarea consistía en limpiar todos los días su mesa; bueno, la suya y la de cientos de compañeros más. Al llegar a su despacho, siempre tenía una palabra amable conmigo. No me atrevía a seguir sus bromas; pienso que me intimidaba su belleza y el tipo de hombres que muchas veces encontraba cerca de ella. Además, desde niño he sido inseguro.
Pero era tan especial que alentó a que me acercara a ella con confianza. Ocupaba un puesto de creativa en la empresa, y en un par de ocasiones le hice comentarios simpáticos sobre las imágenes con las que se afanaba en el ordenador. Mientras yo sostenía la bayeta, con mi cabeza casi rozando su pelo, se me ocurría: «ponle un bigote de Dalí a ése»; o «haz que esté mirando una mosca que revolotea»… Reía tan natural con mis tonterías que, si no me engaño, a mí mismo me empezaban a hacer gracia. Yo, que nunca tuve chispa. Sacó lo mejor de mi ingenio. Y cuando empezamos a salir, no me lo creía. El resto de los compañeros tampoco, dada la fama de ligona en las fiestas de la empresa.
Ella se levantó de la cama, se vistió y fue a la cocina. Comencé a perforar la pared y, pasado un rato en el que penetré prácticamente seis o siete centímetros, me extrañó no ver el típico polvo naranja que desprendía el ladrillo. Saqué el taladro; quería comprobar si ya había atravesado por completo la capa de yeso. Con delicadeza, soplé sobre el agujero para quitar los restos de partículas blancas. Como no conseguía limpiarlo del todo, introduje una escobilla fina que utilizaba en estos casos.
No logré eliminar los residuos, aunque alcancé a entrever algo que resultaba absurdo que estuviera ahí: un ojo humano. Un ojo humano cubierto de polvo. No un ojo como los de las películas de terror, ya se sabe, un globo ocular aislado, rodeado de nervios y sangre derramándose. No. Era un ojo vivo, de un hombre; y yo diría, casi con toda seguridad, que formaba parte de una cara, de un cuerpo. Al menos, eso me parecía.
Incrédulo, metí la escobilla de nuevo, ahora con más cuidado, y soplé con fuerza para mejorar mi visión. Observé como el ojo se abría, incómodo por mis continuas manipulaciones. Guiñó un poco molesto, intentando quitarse el polvillo; de repente, se quedó muy fijo contemplándome, mirada de un azul metálico intenso; ya no parpadeaba.
Creo que hasta ese momento la resaca por los excesos de la noche anterior no me había permitido pensar con claridad. Respiré hondo unos segundos, y un poco más lúcido, imagino que empecé a ser consciente de lo que veía. Casi imposible; no, imposible. Me senté sobre la tarima, con el taladro aún en la mano. Escuchaba a Ignia en la cocina fregar los platos de la cena.
Sin decirle nada, no quería que ya me tomara por loco en nuestras primeras citas, me acerqué al salón que daba al otro lado de la pared; quedaban restos de la noche anterior: botellas, latas y migas, junto a un par de carátulas de películas en dvd.
A la altura del agujero se ubicaba un mueble, una estantería ligera. La moví suponiendo, ingenuo, que encontraría al dueño de aquel ojo, ¿Estarían gastándome una broma pesada los compañeros creativos de Ignia? Como era lógico, allí no había nadie. Me senté de nuevo en el suelo. El sudor caía bajo mis cejas, con un pañuelo me lo sequé.
Se aproximaba la hora del aperitivo, ni siquiera habíamos desayunado. Ignia se acercó para ofrecerme un refrigerio. Como si no fuera conmigo, no le presté atención. Era la primera vez que fui desconsiderado hacia ella. Cuando me vio allí inmóvil, con la cara casi blanca y sudando, me preguntó si me encontraba bien. Sí, creo; fue lo que pude contestarle. Esperaba que pensara que únicamente seguía cansado de nuestra juerga.
Ella, sonriente, salió del salón y volvió minutos más tarde con un pequeño panecillo, relleno de paté, y una cerveza. Me lo dejó en un plato, a mi lado. Aún sentado, no me atrevía a comentarle nada. Temía que, si observara ella por el agujero, no viera lo mismo que yo.
Ahora me la quedé mirando, embelesado. Me asustaba perderla. Iba preciosa. Llevaba un fular de seda que casi bailaba sobre su cintura; también un top negro ajustado que dibujaba a la perfección sus senos y dejaba su ombligo al aire. ¿Lo único que pedía? que no me tomara por un demente, poder seguir con ella; eso… ¿Era tanto? Nos dimos un beso rápido en los labios y se volvió a la cocina.
Sin tocar el bocadillo, me fui a la otra habitación con la cerveza en la mano. En la maleta de herramientas guardaba una linterna de bastante potencia. Sin saber si eso valdría para algo, me acerqué hasta el agujero. Proyecté el haz de luz hacia el interior. Allí seguía el ojo, de nuevo cerrado. Tras unos segundos de mover la lámpara, intentaba iluminarlo de la mejor manera, se abrió, casi seguro molesto por la gran intensidad del resplandor. Me volvió a mirar con firmeza.
Me volví loco y empecé a martillear toda la pared que rodeaba al agujero. Ignia pasaba el aspirador en la planta de arriba y no oía los impactos. El martillo destrozó todo a su paso: una serie de boquetes superficiales, sin llegar a la profundidad en la que se encontraba el ojo. Después, a la altura de ese primero, un poco a su derecha, di los golpes con más intensidad. Buscaba su pareja. Sí, era eso. Y lo localicé. Imagino que me esperaba, lo tenía muy abierto. Al ver los dos ojos entendí que estaban indignados, que no perdonaban el entrometimiento.
Ahora comprendo que, lo que fuera que hubiera allí, lo planeó perfecto: me atrajo hacía sí, cómo si me invitara a revelar el resto de su cuerpo. Destapé un poco de sus pies y su ombligo. Debía de ser un tipo alto. Continué por donde imaginaba que se situarían los demás miembros, los límites del tronco. Quería comprobar que se trataba de un hombre completo. Alcancé sus manos, sus brazos a lo largo de su silueta, que también entreveía. Movía sus dedos con lentitud, como las antenas de un insecto. Me daba la sensación de que se sentían libres, después de mucho tiempo atrapados. El índice de su mano izquierda me señalaba arriba, hacia su rostro.
Me faltaba descubrir la nariz y, sobre todo, la boca. Sentí la necesidad de liberarla, escuchar de sus labios quién era él. ¿Sabría hablar? ¿Le entendería? Di mayor anchura y profundidad a la perforación sobre la cara, prácticamente pude abarcarla con mi palma abierta. Ya casi estaba. Conseguí inicialmente despejar el yeso que cubría la nariz. Dio una larga, deseada, inspiración. Me miró con ojos de inmensa gratitud; lo primero amable que recibí de su parte.
Reconozco que me relajé: le excarcelé la boca y pareció querer decirme algo; acerqué el oído hasta sus labios, quizás esperando una explicación.
Un solo soplido de su aliento fue suficiente para atraerme del todo. De pronto, noté el frío del yeso y del cemento a lo largo de mi cuerpo. Ya no pude moverme más. Me encontraba dentro de la pared, con la horrible sensación de paralizarme entero.
Ignia debió de pensar que había huido como un niño malcriado, sin decirle nada. ¿Podría creer eso de mí? Vi que, al llegar a la habitación, miraba perpleja los orificios. Observé que dirigía sus ojos hacia donde yo estaba. Nuestras miradas se cruzaron en varias ocasiones. Desesperado gritaba, movía los ojos; pero ella no reaccionó. Recordé mis peores pesadillas nocturnas, cuando quieres gritar y no salen los sonidos. No me escuchaba, no me veía y, lo peor, sufría por su rabia. Quise mover las manos, los pies, emitir algún ruido que la alertara. Nada, sólo desesperación.
Pasaron unas horas y escuché como esa tarde recogía el maletín de herramientas; lo hacía entre insultos a mi persona y gimoteos que me secaban el alma. Creo que oí llover, el sonido apenas me llegaba. Aquella noche lloré tanto que reblandecí el yeso que me rodeaba los ojos. Y seguí llorando durante días, era lo único que me hacía sentir humano; no tenía ni hambre ni sueño.
Casi una semana después, vinieron unos albañiles; Ignia les mandó tapar los agujeros de la pared. Por más que grité, y lo hice con todas mis fuerzas, no me escucharon. Mi angustia aumentó por momentos: ya no podía ver a Ignia. Tantas lágrimas provocaron que, desde entonces, los ojos se me quedaran pegados.
Me parece que llevo meses aquí. Quizá sean años. Lo que sí sé es el nombre de todos los que, después de mí, han estado con ella. Repito sus nombres continuamente, casi una oración. También he reconocido, en las voces de algunos de ellos, a compañeros de la empresa. A veces he escuchado como comentaban con Ignia acerca del misterio de mi desaparición. Entonces intento patalear, dar golpes en el muro…; es inútil. Los gritos ya no me salen, me quedé sin voz hace mucho tiempo.
Sé lo que sienten cuando ven su ombligo al aire, justo encima de su fular de seda. Es un tormento escuchar cómo la aman. Aunque sean tamizados por el yeso que me rodea, me angustia oír los jadeos, los estremecimientos de Ignia.
Puede que mi única esperanza sea que alguno de ellos se preste voluntario para hacer unos arreglos en la casa.