Fui niño de salud delicada. Recién nacido, hube de ser intervenido a vida o muerte. Desde entonces me acompaña una cicatriz en el vientre. Ángela, abuela de mi madre, cuidó de que no se me abriesen las heridas con cada lloro. Yo me enganchaba a su largo y espeso pelo blanco y ella cantaba hasta hacerme dormir. Hasta mi padre sintió alguna vez celos, porque sólo ella conseguía calmarme cuando el dolor de las heridas era demasiado intenso.
Algo más mayor, recuerdo lamentar la fea costura que partía mi cuerpo. Pero Ángela me dijo que tenía suerte. No todo el mundo tenía un recordatorio de que hay que ser agradecido por los dones que nos han sido concedidos, como el amor, o la vida.
Ángela me enseñó a leer y a escribir. Usó la letra de canciones que escuchábamos en un destartalado aparato, uso poemas y viejos escritos. Entre los maravillosos libros que convertimos en amigos de las tardes, se encontraba uno de pastas enteladas, que mi padre miraba con el miedo que trae la incomprensión. Era una biografía de Ibn Arabí, un ejemplar rarísimo en un tiempo en el que lo extraño era sospechoso.
Ella decía que era un pecado del hombre olvidar lo que los maestros como él enseñaron. Solía mirarme con aquellos ojos almendrados del color del mediterráneo, cerca del que nació, y leerme párrafos de ese libro, intercalando historias de las gentes de más allá del estrecho, de las que desciende mi familia. Ella me habló de los hombres sabios de los que heredamos la tierra, la poesía, y el amor por el agua. Me contó historias de reyes granadinos, de las tres culturas, de la fe de Abraham y de la tolerancia, mucho antes de que se perdiese el significado real de esa palabra.
Siendo yo ya un adulto, cuando aquellos momentos eran más un grato recuerdo que otra cosa, Ángela enfermó de un mal inmisericorde y devastador. Impotente, viéndola sufrir ajena ya a la realidad, vi aquel libro en su mesilla y leí una historia de la infancia del maestro, en la que una sura toma la forma de un ser luminoso y éste sana de una fiebre terrible. Deseé saber, como Ángela supo, las musicales palabras de aquella sura, y como había hecho ella conmigo, recitarlas.
Pero Ángela me había enseñado que somos como la arena de las dunas, nunca iguales, nunca exactamente en el mismo sitio. Ahora tenía que irse y descansar, y es cierto que en su último instante me pareció ver un destello, pero no vino éste a curar su cuerpo.
Se fue con el sol del mediodía, ese que le gustaba sentir en la piel de la cara y las manos incluso en los días más fríos del otoño. Tuve el doloroso honor de cerrar sus ojos. Abrí el libro de tela y susurré su verso favorito, que sería para siempre el mío.
– En mi alma se ha puesto una luna de tiniebla. –
Una hisoria conmovedora, muy bien escrita en la que me he visto envuelta facilmente. Me ha encantado la imagen de las dunas. Suerte.