24- Un hombre de la calle. Por MASCARÓ

Veo y me fijo en las caras de todos
los que han vivido y vivirán un día.
Desde Adán hasta el fin de los tiempos…
– Ibn Arabi –

Buenos Aires, una esquina olvidada y sucia. De fondo las vidrieras rotas de un local en alquiler, los agujeros cubiertos por pedazos de madera y cartón, y los rombos de una cortina metálica oxidada. Era un día mundial, de partido, gris y lluvioso, donde todos estaban en otra cosa. Yo venía abandonado en mis pensamientos cuando lo vi. Casi tropiezo con él y su mundo. Un bulto, echado de costado sobre un colchón, sucio de intemperie y viejo de angustias del que asomaba una cabeza, estoica, apoyada sobre la palma de una mano. La mirada lejana, perdida. Le vi los ojos, celestes, transparentes, acuáticos, no se si de lágrimas o de tristeza. Un gorro de lana gris, como él, le cubría la cabeza. Barba rala, cana, que no se sabía si era de pocos días o corta porque ya no podía envejecer más. La cara surcada por arrugas profundas. Los parpados que le bajaban lento, adormecidos, quizás para no apagar la luz y encontrarse a solas con su memoria. Solo esa parte de su cuerpo asomaba, el resto era un amasijo debajo de la frazada a cuadros, verdes y azules, que lo tapaba. A sus pies un carro de supermercado, destartalado y con una rueda rota, contenía sus pertenencias: cartones, trapos y bolsas viejas, unos mendrugos resecos, medio paquete de galletitas y una caja de vino. A la distancia se escuchaban los sonidos festivos de las cornetas. Un grupo que cruzaba por la esquina lo increpó:
– ¡Vaamooos viejo! ¡Levantate! ¡Hoy juega Argentina!
Ni siquiera parpadeó de tan vencido. ¿Qué habrá pensado? ¿Los habrá escuchado?
¿O sus oídos, al igual que sus ojos, también se volvieron insensibles? Lo mismo que la gente que le pasa a un costado sin verlo, indiferente. Era un olvidado, un caído del mundo. Pensé que se había vuelto invisible de tanto esperar. Tenía el olor agrio de la pobreza. Pasé a su lado apurado, yo también, pero algo me detuvo media cuadra más allá. Volví. Me le acerqué en silencio y me puse en cuclillas a su lado. Apenas si movió los ojos para mirarme, ni asustado, ni conmovido. En ese momento lo reconocí como un anciano. ¿Era un cuerpo sin alma? ¿O sólo un alma cubierta por una carcasa que en otro tiempo fue un cuerpo? No sé por qué, pero mi mano fue a apoyarse sobre su hombro, en señal de oración ante ese Cristo callejero, pidiendo perdón. Nos miramos sin decir palabra. Le acerqué un billete. Me levanté y caminé, una, dos, no sé cuántas calles. Hice un esfuerzo para aguantar el llanto atorado en la garganta. En ese momento mi memoria viajó hasta el Ecuador, pensé en Guayasamín, me adentré en la Capilla del Hombre, visualicé una de las paredes de la Sala Central, y allí, inscriptas, las palabras del poeta: “… lloré porque no tenía zapatos, hasta que ví alguien sin pies”. A mí alrededor un coro gritaba: ¡Gooooll!

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Un comentario:

  1. Impresionante relato, engarzando dos mundos que se entralazan, se confunden o se ignoran. Una descripciones que permiten visualizar cada párrafo como si se esuviera presente.
    Creo que lo recordaré mucho tiempo. Me ha llegado hondo Mascaró.
    Enhorabuena y mucha suerte.

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