Era el tercer par de zapatos que se encontraba en lo que iba de semana. Lunes, martes, miércoles, camino del trabajo. Cada día su par de zapatos. A la vuelta de la misma esquina. Sobre la misma acera. Junto a la misma tapia. “¡Qué lugar tan peregrino para montar una zapatería! ¿Una zapatería a plazos?”. Zapatería de zapatos usados: más viejos, más nuevos, menos gastados.
El primer día unas deportivas, de niño, de niño pequeño. No más de 9 años. Blancas, sucias, limpias. Suelas despegadas, enorme boca abierta para devorar calcetines. De niño pequeño. El siguiente, los gigantes zapatos de tacón gigante de señora gigante. Rojos, ¿de charol? “¿Qué hacían dos zapatos de charol rojo perdidos a esa hora de la mañana?”. Hoy, ahora, las botas de agua, con su traje de lodo, de pocero que ha perdido sus botas de agua.
Miró sus zapatos con las puntas de los ojos. Marrones, lustrosos, número 48. Cuarenta y ocho un pie, cuarenta y ocho el otro. Pies de gigante, de señor gigante. Como el charol rojo. Desde el otro extremo de la calle, la acera transmite los pasos de otro calzado ajeno. Alza los ojos y apuñala con la mirada. La figura masculina que se aproxima, con sus pequeños zapatos oscuros de hombre de pies muy pequeños, muy pequeños (número 48, veinticuatro un pie, veinticuatro el otro) silba y golpea la tapia con el manojo de llaves de la mano derecha. Camina y golpea la tapia. Se acerca y golpea la tapia…
La tapia hambrienta recibe el tercer golpe engullendo el llavero, después la mano, después el resto del hombre pequeño de pies muy pequeños. Un segundo más y la tapia, de ladrillos rojos (como el charol), escupe un par de zapatos negros, primero un número veinticuatro, luego otro. Después… después no escupe nada más. ¿Qué fue del hombre pequeño?
Era el cuarto par de zapatos que se encontraba en lo que iba de semana. La punta de su dedo boquiabierto de asombro roza el color rojo de los ladrillos de la puñetera tapia. Es la mínima señal que necesita el muro para engullirlo. Primero la mano, después el resto de su cuerpo, lo último los 96 números de sus dos lustrosos zapatos marrones, uno detrás del otro. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, …
Transcurren noveinta y seis segundos eternos y la tapia, violenta, lo devuelve con un salivajo de persona recién regurgitada. Intacto, entero. Descalzo. Sentado sobre la acera, observa abismado sus pies desnudos. Y se dice: “el zapatero de la pared por fin ha encontrado la talla que necesitaba”.
Muy interesante. Es mejor pasar lejos de ciertas tapias…
Divertido, aunque quizá se le podría haber sacado más jugo a esta historia.
Suerte en el concurso.
Muchas gracias a ambos por los comentarios.
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