Evaristo Henares se dirigió al ascensor con la bolsa de basura. El ambiente era sombrío; con la mano libre se abrochó la cazadora para protegerse del viento. Se acercó al contenedor con firmeza, levantó la tapa y, ante su sorpresa, oyó unos gemidos, un llanto desesperado, que primero atribuyó a un gato callejero. En la penumbra miró al fondo del contenedor, y ahí, expectante y solo, encontró a un bebé. El llanto desesperado de una criatura. Evaristo H. dejó caer su bolsa y cogió, no sin esfuerzo, un bulto maltrecho y lacerado que imploraba protección. Con manos inexpertas se alzó con el regalo, miró a su alrededor, y volvió a su domicilio entre pañales y lágrimas: desconcertado.
En su piso miró al pequeño con la misma sorpresa que era contemplado él. Lo arrullaba con el cariño propio de la inexperiencia. Quiso mimarlo, complacerlo, acurrucarlo en sus brazos. Poco a poco se impregnó de su hedor; se contagiaron cierta seguridad, el pequeño fue remitiendo los sollozos. Pasó a los bufidos, a unos sonidos indescifrables a los que Evaristo respondió con carantoñas, con gestos de afecto y miedo.
De la nevera sacó en un cazo leche desnatada e improvisó un biberón para alimentar al pequeño. Lo acercó al sofá y lo abrigó con mimo, con extraña delicadeza, y pensó… pensó en llamar por teléfono al servicio de urgencias, al 091, al 112, o al 1-2-3, o a cualquiera de esos números salvadores que llevan acarreados preguntas, interrogatorios: complicaciones.
Al mirar por la ventana vio en frente a una estudiante que recitaba la lección, concentrada (quizá estudiara puericultura, quizá). Ante la duda bajó la persiana con violencia. Volvió a contemplar el rostro inocente que reclamaba cuidados e higiene.
En el baño se hizo con toallitas refrescantes y salvadoras. Cuando quiso poner manos a la obra, a la limpieza del bebé, sonó el timbre de la puerta: toc-toc. ¿Los vecinos? ¿Los padres? ¿La policía? O el motorista de telepizza.
Evaristo salió hacia el sofá, sigiloso, de puntillas. Protegió al niño, su niño, con un almohadón suave y esponjoso. Volvió a retumbar en la habitación ese toc-toc que le espetaba desde la puerta. Se asomó por la mirilla y un mohín de complacencia le alumbró el rostro.
Casi acierta. Un joven de rasgos orientales lo esperaba en la escalera, con una bandeja, se supone que llena de alimentos, procedentes del restaurante chino del barrio. Sólo abrir levemente la puerta fue interrogado de forma inquisitorial:
–Escalera seis, tercero… C, D, E…
Evaristo lo interrumpió:
–Yo no he pedido comida china, ni asiática, ni pizzas…tal vez, ese, el vecino del D-E…
–d…e…d…
– ¡Déjeme ver el papel! – Al tiempo que lo frenaba en la puerta Evaristo dedujo por la nota manuscrita que sería el piso del vecino barrigudo –. Llame ahí enfrente, seguro que es ahí.
–Grasias, grasias…–oyó como respuesta al cerrar.
De nuevo a compartir su soledad con este regalo que le había llegado a través del cubo de la basura. Lo miró con curiosidad, con afán comprensivo. ¿Tendría días, meses, años? Años no. No sabría explicarlo, pero años no. Quizá en internet encontraría referencias, informes, pero no era el momento de buscar datos, no disponía de la templanza suficiente.
Cuando se recreaba mirando esos ojitos dulces que parpadeaban ante él sonó, invadiendo su intimidad, el teléfono del aparador. El ring-ring le obligó a enfrentarse a la realidad. ¿Inocente?, ¿culpable?, ¿por qué nos asusta lo imprevisible? Evaristo se sintió frágil como un niño, como el niño que lo acompañaba. Descolgó el aparato, expectante. Sería: ¿su padre, la policía o un encuestador del INE?
El encuestador telefónico no era del INE, sino de una nueva fundación de nombre pomposo y fines altruistas, o espurios. Cuando le preguntó si estaba solo, Evaristo tembló como un sospechoso, y al recuperar fuerzas dijo:
–Sí, cuido a mi hijo, mi niño pequeño.
– ¿Edad?
–Pequeño…sí…un año…no, meses…ejemmm… ¿tanto importa?
–0 a 5 años. Varón.
–Claro. – Y Evaristo respiró, lanzando bocanadas de aire al lejano encuestador que desde las ondas agitaba su rutina.
– ¿Monoparental?, ¿separado?, ¿viudo?
–No. Ex jesuita gay, padre adoptivo –improvisó Evaristo saboreando su ocurrencia.
– Espere que encuentre la casilla adecuada a su respuesta.
– Lo siento, no puedo esperar más, mis obligaciones paterno-filiales me reclaman. Buenas tardes- noches. Adiós.
¿Paterno-filiales? Evaristo se sorprendió al pronunciar esa expresión. Bien mirado, pensó que sí estaba envuelto en conflictos afectivos, generacionales, comunicacionales, adoptivos…Evaristo Henares, catedrático de sociología, miró su escritorio y se extrañó al ver el tema de su próxima disertación: Crisis de la natalidad en las sociedades occidentales. Su nuevo vástago iniciaba pucheros y pospuso la conferencia: tocaba alimentar al bebé hambriento de futuro.
Y ¿si se acompañaba por él en la próxima conferencia?, ¿o lo devolvía a las proximidades del cubo donde lo encontró?, ¿o ejercía de padre adoptivo, o putativo, o monoparental?
Ante tales dilemas, el niño, el baby, bebé, bibi, beyby, el niño sollozó de nuevo, el baby, Billi, Billy…
–No llores mi Billy, mi niñito, tu papá te cuidará, así, bonito, mmm, mi Billy…
Lo acurrucó en sus brazos y se durmieron los dos lentamente, abrigados con una confortable manta que los arropaba, tan calentitos y a gusto que Evaristo saltó contrariado ante un nuevo sonido. Tal vez fuera un mendigo que se había colado por el ascensor.
No, eran unos Testigos de Jehová. Unos inoportunos testigos que querían dar fe de la presencia prosaica de Evaristo por estos lares. Unos testigos justicieros enviados desde el más allá, que regalaban Biblias (Evaristo hubiera preferido pañales), adoctrinaban ovejas descarriadas y se creían portadores de la felicidad.
Cuando E. H. abrió la puerta, se encontró con una pareja feliz, un hombre y una mujer de edad indeterminada, ropa de las rebajas de Cortefiel y una sonrisa adquirida en un bienintencionado cursillo de fin semana con todos los gastos pagados. Una sonrisa que provocó la indiferencia de Evaristo y produjo en Billy, en el pequeño Billy, como una reacción alérgica, entre júbilo y espanto; gritó y gimió desesperado como intuyendo la presencia de sus padres biológicos. Los testigos, fieles y disciplinados, se acercaron con los brazos abiertos de buenos samaritanos para consolar a esa descarriada criatura falta de suerte, ropa y amor. La testigo abrazó a Billy con una ternura inusitada que envidió Evaristo. Qué manos, qué cariño, cuántas carantoñas y atenciones; Evaristo se hubiera apuntado a un bombardeo al lado de una mater amantísima tan comprometida por la causa. Hubiera besado sus manos como ella besaba las del niño, con devoción, con la pasión vocacional de una maternidad que aflora repentina y milagrosamente. El testigo guardó silencio, y tomó nota. Cuando aminoraron las efusivas muestras de ella, se la llevó de la mano deshojando sagradas páginas a su paso y dejaron a Evaristo y Billy salpicados de tontería y magia.
Evaristo se remojó la cara, agitó la cabeza y volvió a la realidad. A la realidad de un individuo solo y despistado, que como quien encuentra un boleto de lotería, había encontrado un bebé en el cubo de la basura. Con pañales y sin carné de identidad. Un bebé que había sido mimado por una testigo, que lo iban a incluir en las estadísticas de una fundación de dudosos fines y que a punto estuvo de conocer la comida asiática del restaurante de la esquina.
Ahora, ¿pediría Evaristo ayuda a la estudiante de la ventana de enfrente que quizá sabía puericultura?, ¿llamaría a la policía?, o ¿volvería al cubo de la basura? Porque igual que el asesino siempre regresa al lugar del crimen, el padre o la madre podrían acercarse por ese contenedor donde habían abandonado triste y miserablemente al pequeño Billy. Podrían. O no.
Evaristo vio en el móvil una llamada perdida referente, a buen seguro, a la dichosa conferencia sobre la crisis de natalidad. Y se desplomó, tocaba rendición. El niño lloraba y él no era un héroe, nunca lo había sido.
Se hizo con la cesta de mimbre con la que de más joven iba a coger setas. Pero no, no cabía ahí el pequeño Billy. Sí le servía la otra cesta grande, la que contenía el aguinaldo navideño. La vació, cubrió con toallas, trapos y algodones, y bajó en el ascensor con el niño mirándole a la cara, sorprendido y sonámbulo. Se acercaron al contenedor y Billy lo depositó en el suelo. No se atrevía a abandonarlo, no se decidía a ignorarlo, cuando sonó la bocina del camión de la basura.
Evaristo se hizo a un lado, escondido en el ángulo muerto de una columna cercana, vio sin ser visto a los trabajadores de la limpieza que descendían del camión. Se acercaron a los paquetes depositados en el suelo con profesionalidad, y con guantes en las manos.
– ¡Hostias!, un niño.
Todo fue rápido y sencillo. Cuatro palabras, el móvil, la policía y Evaristo que huyo de la zona, cabizbajo y confuso, como si despertara de una pesadilla.
Se acercó al escritorio y retomó los papeles sobre la crisis de la natalidad. Enfocó el tema hacia los niños abandonados y encendió la radio, puso la emisora local para saber algo de Billy. En las últimas noticias no se hablaba de ningún niño abandonado en los contenedores. Subió la persiana y en la ventana de enfrente la improbable estudiante de pediatría seguía repasando la lección, con movimientos bucales acompasados que Evaristo Henares pensó que iban dirigidos a él. Cogió un folleto abandonado en el suelo por los testigos y llamó a un restaurante oriental donde un tal Billy, con acento poco oriental, le dijo que a estas horas ya no servían cenas, que ahora sólo quedaba depositar los restos en el cubo de la basura.
La historia resulta un tanto inverosímil aunque reúne algunos ingredientes que hacen disfrutar con su lectura. Quizá le sobre lo de los testigos de Jehová y le falte en cambio describir la angustia, la impotencia del hombre que no tiene ni idea de cómo alimentar, lavar o callar el llanto de una criatura a buen seguro sucia, destemplada y asustada, de un hombre que siente remordimientos por haber recogido a ese niño y no haber avisado a las autoridades, la angustia de un hombre al que el tema se le puede ir de las manos, y que al volver a abandonarlo está cometiendo en definitiva un acto delictivo.
Te deseo suerte en el concurso.
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