V Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

13 abril - 2008

166- Ni una sonrisa. Por Zanay

1          Azuzado por el ansia de evacuar Lucas echa un vistazo alrededor y comprueba, con envidia, que sus compañeros de vuelo dormitan boquiabiertos, aniñados. Su insomnio, que carece de esos atributos, solo acapara una vigilia feroz cobijada en la ausencia de fármacos. Aunque las caderas ya no le responden como antaño, se impulsa y se aproxima a las azafatas que cabecean por el desequilibrio horario junto a una de las ocho puertas de emergencia. Una señal roja de vacante le franquea el paso al aseo, el estandarte de su eructo aliado con una pirueta de arcadas, el placer del alivio urinario anclado en los hombros. Se apoya escrupuloso en el espejo, remolonea con su hocico de pingüino y el bollo de cacao sintético mordisqueado con un té bajo en calorías se agita en su estómago. Una especie de relámpago viperino le acribilla la nuca, los resabios amontonados en la baba de la mandíbula, una desorientación efímera. Carraspea, aclara la voz en lo posible y solicita algo que empantane su nerviosismo ante el aterrizaje, un circo cariacontecido, envuelto en suspiros en el vértice de la frente. Ella le aguardará en el punto de encuentro del aeropuerto con el afán recortado al desgaire. Luego, tras desembarazarse del gentío, se besarán desapegados, las nalgas férreas, un delirio imprescriptible en cada pezón.
           Un caramelo, por favor, y la rubia de moño uniformado le atiende con ademán halagüeño, un sol tímido en medio del cielo encapotado, el motor del aparato con un refunfuño de mil demonios.
            Lucas trabaja a destajo con la saliva, se incorpora al mundo de los vivos y se palpa los genitales en un intento vano por auscultar un síntoma de vicios vetustos. Un asterisco de carnalidad se le hinca en la memoria al recordar los dos viernes de abstinencia, un crimen perpetuo en la fatiga de su ingle. Ella mariposeará con su minifalda de flores, la tez aterciopelada, una fragancia de resina en cada mejilla, y hablará con su énfasis de rusalca, ven, la orden vanagloriada por un sinfín de achuchones. Mientras incrusta el cuero cabelludo en el reposacabezas parpadea atónito, sumergido en una burbuja de incongruencias. Una sombra intranquila zigzaguea por la estrechez del pasillo y una película de patriotas se enzarza en disputas continentales. Aunque ha seleccionado la opción de eludir el sonido, un chiquillo de ojos azules berrea contrariado, un tirano desabrido en el regazo de una madre impertérrita, las patadas por doquier. A la izquierda del monstruo una señora, asemejada con su antifaz a una mosca agigantada por la estratosfera, balbucea en sueños, un nombre de varón en su pesadilla de labios lívidos, Roberto, sálvame, una petición almibarada, conjugada con un verbo demasiado enclenque. El malestar en el pecho de Lucas rebuzna y los ejercicios de respiración que le ha dictado el terapeuta se atropellan, uno, dos, tres, el orden catastrófico, aturrullado en un disturbio mezquino, el oxígeno escaso. Busca con avidez en su cartera la foto de la mujer, la faz divina, la bandera de la dulzura izada a un mástil difícil de arriar. Se enorgullece de compartir con ella algunos secretos, una botella de vino rosado en un restaurante de puerto de mar, las olas en la coronilla con un matiz de recompensa fácil, una cama intachable. Se conocieron por una llamada telefónica a uno de esos números que abundan en las páginas postreras de los periódicos, ninfa, medidas irrepetibles, promesas sicalípticas, jugos ilimitados. Su acento descubría un origen exótico, los síes arrollados en espasmos de esperma, el valle feraz de su escote inundado en la primera cita. La conversación serpenteó artificial, moteada por el escándalo de un vocabulario salaz, la cópula presa en una cárcel de adicciones densas. Compraron cocaína en un tugurio de las afueras, se observaron con tesón y se amorraron sobre el paralelismo de las líneas, hum, un respingo al percibir la velocidad de la sustancia. Ella arguyó un discurso sobre la política en su país natal y Lucas la dejó parlotear mientras celaba sus trazos, la hermosura inédita, apaciguada por la desenvoltura del instante. Blandía una lengua excitada, ilustre, acompasada, la humedad de las encías apropiada, un vamos ligero, condescendiente con la torpeza viril. Después continuaron por la senda blanca hasta que asumieron que era de día, que algunos gorriones picoteaban los despojos de la noche, que las cortinas de la habitación del motel cotilleaban flecos de historias borrascosas acaecidas entre aquellas cuatro paredes. Las exclamaciones se narcotizaron en el sopor del ocaso. Se abrazaron sin entusiasmo antes de oponerse las espaldas agotadas, las flores de un jarrón contiguo casi ajadas, la mesilla con una lamparilla indulgente. Las turbulencias ladean el avión hacia un remolino de vaivenes y la señal luminosa advierte de la obligación de abrocharse los cinturones. Los rezagados se apresuran a encajarse en sus huecos y una penumbra de caverna instaura un reino incierto en los cuellos. Un altavoz anuncia la proximidad del aeropuerto, veinte grados centígrados en el exterior, la inmensa mayoría de los pasajeros atiesados con la responsabilidad espetada en la familia, en la hipoteca, en la razón de ser.
<2          Hola, y la zalamería convierte el encuentro en una función de teatro esperpéntica, Lucas con ojeras esquizofrénicas, la damisela con garbo de estrella de cine, la lascivia cabalgada a horcajadas.
            Seis rapaces juegan al corro de las patatas en el parque enfrente del hotel. El taxista espera mudo, enfrascado en problemas anecdóticos, sus clientes atentos en el asiento de atrás al pronóstico del tiempo que prevé chubascos intermitentes. Sus mentalidades ululan tercas, aferradas al vacío de las aceras, una calle recién remozada a la derecha, los letreros de neón con siluetas de hadas agachadas ofertando glúteos abombados. El conductor extiende la mano por costumbre, muchas, pero detiene el agradecimiento al calibrar la parquedad de la bondad. Su rostro mengua ceniciento, abotargado, como si necesitara un trago de alcohol duro para afrontar el resto de la jornada laboral. Ellos se dedican a lo suyo, a empujarse sin apenas tocarse, a endiablar el aire con una voluminosa ráfaga de alcaloides aportados por la fémina. Se empinan en la escalera de caracol que conduce a la habitación, ni una palabra al ceñirse con frialdad siberiana, la colcha estampada con pétalos morados junto a una nevera de aristas romas. Encienden la televisión, alambican el tedio y se frotan los nudillos en el lavabo con el objeto de sentirse redivivos, la resurrección socorrida por la aparición de una erección entrecortada. Lucas se calza unas chanclas verdes de playa y ella apunta los muslos hacia una diana invisible en la escayola del techo. Antes de desplomarse en el universo aborregado de la incomunicación, ensayan posturas, veleidades, coitos de extremaunción, la charla irrisible, un diptongo abortado por una tilde insípida.
            No sé para qué nos vemos, y la dicción masculina se empotra en un muro de granito, el silencio magullado, una verdad como una casa construida con un cimiento de rayas rebozadas en la nariz.
            Salen a cenar, a demostrarse a sí mismos que aún conservan un ápice de altivez en la honra. La espalda brilla desnuda en la cintura avispada de la mujer, los tacones discretos, los mocasines de Lucas finiseculares, una gomina arcaica en el flequillo peinado a conciencia. La música del local incita a la cordialidad y los consejos del maestresala componen una cantata adorable. Cualquier espectador ajeno a la realidad hubiera vaticinado una boda majestuosa, aunque el tintineo de los tenedores contra la loza del plato constituya el único vínculo entre ellos. El diálogo boquea asolado y el jamón de pato con salsa de grosella solo regala ternura al mantel. Ella aparenta ensimismarse en pensamientos tupidos y Lucas sobrevive con el apetito venéreo a flor de piel. La fantasía de poseer la suavidad de ese cuerpo le atormenta, el escroto y sus adláteres con voracidad descomunal, la reputación falsificada. En medio de esa exquisitez sosa la quijada femenina empieza de repente a rechinar con una tiritona desquiciada, la escena asustada, un bochorno craso por la legión de miradas que se posan sobre ellos. Los comensales de alrededor susurran alertas y un alud de retinas se despeña en su dirección, los murmullos acolchados, barridos por un alarido de hembra herida, un borbotón de angustia atragantado. Un hombre canoso se les acerca, toma el pulso a la cara congestionada por el sofoco del ahogamiento y acaricia la palidez de la sien, un grumo de rímel en la yema del anular. En lontananza una ambulancia aúlla. La camilla acoge la decadencia del final feliz, dos mozos noveles con la sonda en alto, los cotilleos hinchados. En un segundo se ha deshecho el punto de nieve del candor y los gemidos se precipitan en la angostura ridícula del vehículo, la noche fruncida. Lucas permanece a su lado, carpido, triste, con un picor en la maldita vejiga, aguarde ahí, el imperativo aposentado  en una hilera de sillas de plástico gris. En la sala de espera vegeta una sarta de semblantes aburridos, las noticias suplicadas, ni una sonrisa, solo la carestía de la veracidad aupada a una máquina expendedora de sándwichs con fecha de caducidad. Los análisis preliminares pregonan de inmediato el consumo de coca y el doctor le taladra con un tiroteo de reproches, a su edad, no le da vergüenza, podría ser su hija, los párpados granates con ira de progenitor honesto. Una semilla de espino germina en las tripas constreñidas de Lucas, de todos modos se va a salvar, con secuelas, el remordimiento fracturado, la confusión mastodóntica.
            Puede pasar a verla, y la atmósfera petrifica cualquier atisbo de condonación, una diosa embalsamada, los cuadrados en el suelo del cuarto disfrazados de testigos lúcidos.
            A su vera, espiando la languidez de la respiración, Lucas desempaña sus gafas de miope exhausto y analiza los pormenores. Clava sus iris en un lunar frontero con el lóbulo derecho de la mujer, una marca de nacimiento que la identificaría en caso de óbito, el fracaso estrepitoso entre el archipiélago de venas de niña buena. Una lágrima fertiliza el carrillo de Lucas y se aventura en las más de cinco décadas que le ha concedido la naturaleza, un adiós crujiente, sin ida y vuelta, dirigido al lecho. La cafetería del hospital humea con volutas de locomotora frenética y los pedidos braman al unísono, los asalariados del turno nocturno insistiendo en vigorizar la fe, el insomnio espeso, encarado con una andanada de estimulantes. El líquido negruzco le sabe a naranjas agrias y un escalofrío eléctrico le lacera la rabadilla, el abatimiento colosal. Al poco el muelle del subconsciente le empuja hacia el exterior del hospital y allí, amparado en la oscuridad, a merced de las vías de un tren de cercanías, Lucas se hunde en la seriedad del caos.

165-Dios de camping. Por Suchue
167- Tránsito. Por Elisabeth Bennet


7 votos, promedio: 3,29 de 57 votos, promedio: 3,29 de 57 votos, promedio: 3,29 de 57 votos, promedio: 3,29 de 57 votos, promedio: 3,29 de 5 (7 votes, average: 3,29 out of 5)
No puede votar si no es un usuario registrado.
Cargando...

Participantes

Norma Jean:

Tengo que repetirme una vez más con este relato. Me parece realmente increíble que nadie haya dejado ningún comentario. Escrito con profesionalidad, con acierto, complejo, repleto de matices, exento de sensiblería. Historias como éstas hacen que sea un veradero placer compartir este espacio común. Enhorabuena y mucha suerte, Zanay. Five stars !!!!


Envia tu comentario

Debe identificarse para enviar un comentario.