El teléfono suena.
– ¿Diga?
– Mario, se trata de Gloria.
– ¿Qué sucede?
– Ha tenido un accidente.
– o –
Me duele la cabeza horrores. Los huesos no me aguantan; los miembros pesados y doloridos como si me hubieran dado una paliza. Algún buen amigo me sostiene, no se quien. Estoy, pero no estoy. Me niego a estar aquí, en esta realidad que se me impone, esta realidad incorregible, brutal y despiadada. Quiero huir de este lugar lleno de muerte para ir al encuentro de sus ojos de luz inmaculada; una luz que me inunda de alegría y de paz; una luz que transforma el mundo que nos rodea en el paraíso; un paraíso en el que vivir nuestro amor con total plenitud, en el que nos entregamos hasta el más recóndito pensamiento para formar un solo ser, único y consustancial. Un paraíso en el que vamos a ser felices aún más allá del final de los tiempos. Y sin embargo, algún Dios envidioso y celoso se ha sentido agraviado porque tomamos la fruta del árbol prohibido, la felicidad, y decide castigarnos arrebatándome a Gloria para siempre, para siempre, sin posibilidad de retorno, nunca, nunca más.
– o –
No estas. Hace ya algunas semanas que no estas. Que vacía está la casa; que silencio profundo y macabro; qué lúgubre palidez la de las paredes, los muebles, los cuadros; que frialdad la del aire que me rodea. Me siento destrozado, sin entender lo que ha pasado, sin encontrar un porque a cualquier por qué, sin más razón que la sin razón. Cada rincón tiene la impronta de tu alma, y en cada rincón te veo, te huelo, te siento. Pero… no estás.
Me gusta oírte ensayar, oír como surgen de tu flauta notas dulces y alegres, notas que se expanden por doquier y que logran cambiar el color de las cosas con mayor luminosidad e intensidad. Yo dejo de hacer lo que estuviera haciendo y voy, como ratón de Hamelin, tras la música del flautista. Me recuesto en el marco de la puerta y contemplo como manipulas ese falo para conseguir arrebatarle el más intenso de los orgasmos. Cuando finalizas me miras; buscas en mí un gesto de aprobación. Me acerco a ti y te beso apasionadamente en la boca, intentando hacerte olvidar aquellos otros labios de metal de los que me siento tan celoso.
Pero la música permanece en ti y entregas a su cincel tu cuerpo grácil para que moldee en ti sutiles y deliciosos movimientos. Te despojas por completo y persigues desnuda por toda la casa los compases de Strauss o de Tchaikovsky. Mi mirada te sigue absorto, hechizado por la erótica magia de tu poesía en la que quedo atrapado. Entonces mis manos vuelan para cazar tu cuerpo en una pirueta y arrancarte del encantamiento que te somete y traerte al paraíso de mis besos y mis caricias. Mis labios ardientes buscan en los tuyos la cálida dulzura que emana de tu ser; mis manos se aferran a la atracción voluptuosa de tus suaves y delicados senos; tu sexo y el mío se encuentran en medio de una vorágine de besos y caricias, culminando así una ceremonia ancestral en la que nuestros cuerpos hacen estallar toda la fuerza y el fuego que albergan en su interior, fundiéndose en uno y alcanzando la plenitud del goce de nuestro amor carnal.
Mi corazón llora roto por el dolor. Gloria, ¿por qué te has ido?
– o –
Tumbado en el sofá contemplo absorto tu foto, esa que te hice mientras me decías “te quiero”. Tienes una luminosidad especial en esa foto: el aura dorada de tu melena, el brillo de tus ojos, la candidez de tu sonrisa. Soy incapaz de fijar mi atención en otra cosa que no seas tu, todo lo que me rodea me lleva a ti y no tengo otro anhelo que sentir tu aliento en mi rostro. Entra por la ventana abierta la brisa fresca de una tarde de primavera; me trae el olor de azahar de los naranjos. ¡Como te gusta! Sueles decir que esa delicada fragancia había sido creada por el mismo Dios pensando en rociar con ella a su propia madre. Como te gusta ir a los campos y mezclarte con los naranjos en flor, cubrirte de azahar, impregnarte de su aroma, y después vienes a mí y me dices: ¡huéleme! Yo te sonrío y te digo: ummm, hola mi naranjita. Entonces nos sentamos entre los naranjos, procurando quedar camuflados entre las hojas, muy juntitos, calladitos y quietos, dispuestos a asistir a aquel sublime concierto que, al atardecer, nos ofrecen los jilgueros que allí se dan cita. Poco a poco, las ramas de los naranjos se llenan de los diminutos y coloridos intérpretes. Sin director aparente que los dirija, sin partitura que los guíe, cada uno de aquellos pequeños pajarillos entona su particular melodía a la que se van sumando la de aquellos otros que van llegando, creando un sortilegio de notas multicolores perfectamente armonizadas. Tu ser se transforma al oír semejante fantasía; estás como abducida por aquella sinfonía de agudas vocecillas y, sin dejar de escuchar atentamente, de tus labios se escapan palabras del corazón: ¡como me gustaría tocar como esos pajarillos!
– o –
Busco entre tus discos aquel que le tienes tanto aprecio, aquel que grabaste hace un par de años en Amsterdam con aquellos músicos tan jóvenes y guapos según decías. Un concierto de Vivaldi. La de horas que dedicaste a prepararlo; nunca estabas satisfecha del todo, pero finalmente, el disco salió muy bien.
Como si fuera ayer, pongo el disco en el equipo. Te gusta sentarte a mi lado en el sofá, oírlo una y otra vez; explicarme, con voz susurrante, los mil y un matices que yo no soy capaz de percibir. El gorjeo del flautín va y viene como si fuera un pajarillo cantando. Cierro los ojos y me trasporto a los campos de naranjos en los que tantas veces hemos oído a los jilgueros. Una bocanada de aroma de azahar entra por la ventana. Oriento mi cara hacia ella para recibir la caricia del fresco y dulce viento. Al abrir los ojos veo, con sorpresa, un pequeño jilguero aposentado en el marco de la ventana. No parece que tenga temor alguno, a pesar de que se ha apercibido que lo estoy mirando. No hace gesto alguno de querer salir volando. Allí permanece, impasible, atento, escuchando plácidamente las notas que surgen de aquel flautín. Es una hembra, lo sé por la mancha roja de su cara que no traspasa el ojo. Es delicada, de castaño plumaje suave y brillante. Y sobre todo, por ese ademán de coquetería que parece que es común en todas las hembras de cualquier especie.
Cesa la música, el concierto ha concluido. Mi amiga jilguero me mira, fijamente; tengo la sensación de que quiere decirme algo, quizás agradecimiento por el deleite de la música que acaba de oír por primera vez. O quizás porque le trae dulces recuerdos, igual que a mi.
Mi alada amiga se ha ido volando.
– o –
Te busco, una vez más, por los rincones de la casa y hasta detrás de la pintura de las paredes. Todo me lleva a ti, todo tiene tu impronta, huellas de tu alma que dejaste impregnadas de tu amor. Pero, … no estás. Cada día se me hace más patente esta realidad y, aunque no me acostumbro, aunque no quiero aceptarla, se me impone como una losa sobre un sepulcro.
– ¡Un pájaro! ¡Ha entrado en casa un pájaro!
Ahí, en el marco de la ventana, hay un jilguero que, con toda tranquilidad, está cantando. Creo que es el mismo del otro día. Parece que no le incomoda mi presencia; lentamente, me siento en el sofá. Ella, porque es ella, sigue con su canto, nítido, brillante, delicado. Me mira y sigue cantando con complacencia. Diría que está cantando para mí. Sus trinos, esa melodía, me resulta familiar. De pronto, el corazón me da un vuelco. Me levanto del sofá agitado y, mi alada amiga, alza el vuelo.
¡Estoy perplejo! ¿Por qué esa diminuta jilguero es capaz de entonar los mismos compases que estaba tocando Gloria el día que nos conocimos?
– o –
Un día más, tumbado en el sofá. Tu diario entre las manos. Mis ojos se ahogan en sus lágrimas. Mi mente está en abstracto, incapaz de concebir esa idea.
En el marco de la ventana aparece la jilguero que viene a visitarme habitualmente. La miro con detenimiento, esperando encontrar algún indicio. Ella entona un pasaje de aquel concierto de Vivaldi que Gloria grabó en Ámsterdam. Gloria lo tocaba excepcionalmente bien, pero esta jilguero lo canta sublime. Sigo mirándola con atención, con extrañeza, desconcertado. Me mira y ladea su cabecita como intentando escrutar en mis ojos lo que guarda mi corazón. Levanta el vuelo y entra en el salón para ir a posarse junto a la foto de Gloria, esa que tanto me gusta, esa que le hice mientras me decía “te quiero”. Me sigue mirando, con mirada tierna. Su delicada vocecilla sigue entonando sutiles notas. Pero mi apenado corazón no encuentra siquiera un ápice de alegría.
– Gloria, ¿por qué te has tenido que ir?
– o –
“ … me visita cada tarde cuando ensayo. Se posa en el marco de la ventana y deja escapar un ligero trino para saludarme. Yo le dedico una sonrisa complacida. Escucha con atención mi música. Cuando concluyo, reproduce mi misma melodía con un tono nítido y brillante, lleno de matices y colorido. Mi alma se llena de gozo al oírle. Entonces procuro emular con mi flauta aquellas notas límpidas y delicadas que salen de su pequeña garganta. Mi amigo me interrumpe de vez en cuando para corregirme: repite dos o tres veces aquellas notas sobre las que quiere llamar mi atención, ejecutándolas más despacio y con suma delicadeza para que pueda apreciar toda la dimensión de su matiz. Yo procuro esmerarme, poniendo más corazón en mis labios y en mis dedos. Su elocuente silencio ante mi música me hace sentir feliz.
Poco antes de que llegue Mario del trabajo, mi pequeño amigo alza el vuelo. Me despido de él con un simple: ¡hasta mañana amiguito! Entonces espero con ansiedad la llegada de Mario; deseo arrojarme en sus brazos, besarle en la boca; entregarle en mis besos todo el gozo y felicidad que mi pequeño amigo consigue suscitar en mí.
Este pequeño pajarillo personifica para mí la música que tanto amo y que tanta felicidad me da, tanta como la que me da Mario, siendo las dos caras de la misma moneda que dan sentido a mi vida. Sin alguno de los dos me sentiría vacía. No quiero pensar qué sería de mí si me faltara mi pajarillo, o si me faltara mi Mario. ¡Qué locura! Incluso la propia muerte me asusta por el mero hecho de que supondría quedarme sin el uno y sin el otro. ¿Qué cielo iba a encontrar yo entonces? ¿Y como se quedarían mi pajarillo y mi Mario? ¡Qué locura! Solo apaciguaría mi tribulación si el buen Dios me concediera un acto de su bondad: crear de mis cenizas un pajarillo con el que compartir trinos con mi pequeño amigo y llenar de alegría con mi música el apenado corazón de mi muy amado Mario. ¡Qué locura!”