Icono del sitio V Certamen de Narrativa

65-Cuando viajar era todavía una aventura. Por Andrés Melville

Sería poco más de la media tarde cuando el patrón del falucho de pesca aceptaba al fin llevarnos a Formentera. El viento estaba todavía en calma, aunque, según nos explicaron, los días anteriores había soplado el mistral con una fuerza más que regular. Todavía el aire mantenía la transparencia característica de este tipo de tiempo.
Recuerdo que Gertrud y yo nos habíamos obstinado en llegar aquel mismo día a Formentera. Lo que nos esperaba en la pequeña isla nos entusiasmaba, es cierto. Unos cuantos días de abandono en el silencio de los pinos y las sabinas de aquellos parajes solitarios. Pero habían sido los avatares iniciales del viaje lo que, sin duda, nos había precipitado en la determinación inamovible de llegar aquella misma tarde a destino. Habíamos pasado toda la noche anterior conduciendo y cuando llegamos al aeropuerto de Barcelona el sol empezaba ya a iluminar tímidamente.
Teníamos billetes para un vuelo que salía a primera hora de la mañana para Ibiza. Pero otros contratiempos sufridos cerca de Barcelona amenazaban nuestro propósito de nuevo. Al llegar al aeropuerto sólo pudimos ver con indignación impotente como nuestro avión ya se alejaba hacia las pistas para despegar.  Los dos nos lanzamos a buscar la combinación de vuelos que más pronto nos permitiera llegar al puerto de Ibiza, dispuestos a embarcar para Formentera. Afortunadamente, en breve podríamos coger un vuelo para Mallorca y desde allí otro para Ibiza. Volvíamos a mirar con optimismo la culminación de nuestro viaje.
No voy ahora a pormenorizar los detalles, pero una espera inexplicable en el aeropuerto de Palma y la lentitud de un taxi viejo y ruidoso que nos acercó al puerto de Ibiza, hicieron posible que llegáramos al muelle justo cuando el barco de Formentera doblaba por delante del faro del espigón, alejándose de nosotros. Esto era ya desesperante. Nos tuvimos que consolar viendo que otros viajeros también perdían este último viaje del correo. Todos se fueron retirando resignadamente del muelle, menos una mujer cuyo aspecto me resultaba familiar. Pronto la reconocí. Era una señora inglesa que residía en Formentera desde hacía tiempo y con la cual habíamos coincidido en diversas ocasiones durante el último verano. La saludamos y pronto mi amiga y yo nos pusimos de acuerdo con ella para ir a hablar con los pescadores y ver si alguien estaba dispuesto a llevarnos hasta La Sabina,  el puerto de Formentera.
Nos dirigimos hacia la zona donde amarran los barcos de pesca y muy pronto nos indicaron que hablásemos con el patrón del  Botafoc. Así lo hicimos. El patrón, antes de contestarnos, se fue paseando hasta los acantilados de Sa Penya y estuvo observando durante unos minutos el estrecho que separa Formentera de Ibiza. Este estrecho, Es Freus, es el paso obligado para toda embarcación que desde el puerto de Ibiza pretenda alcanzar el de La Sabina, en Formentera. Es un paso interrumpido por innumerables islotes  y escollos, que dejan, aproximadamente en la parte central, una abertura más ancha que está desde antiguo señalizada por dos faros. También me acerqué yo a este observatorio natural del mar, que permite ver la ensenada que se forma al sur de la ciudad de Ibiza e incluso el estado del mar al otro lado del Estrecho, en la parte de poniente. La verdad es que la posición del sol a esta hora de la tarde ya no permitía ninguna observación precisa. Era muy difícil distinguir, mirando a contraluz, algo más que los puntos oscuros de los islotes. De todas formas, el hecho de que el viento no hubiera soplado durante los dos últimos días era una garantía  de que el viaje no ofrecería problemas. Así debió de considerarlo también el patrón ya que accedió a llevarnos.
Sin pérdida de tiempo nos acomodamos como pudimos en la cubierta del falucho. Se trataba de una embarcación de no más de diez metros, dotada de un motor muy ruidoso que de golpe nos sumió  en una sordera casi absoluta. Enseguida salimos del puerto y la proa enfiló el todavía lejano estrecho de Es Freus. El patrón llevaba la barra del timón, en la popa. Un marinero joven, que se había embarcado también, tan pronto vigilaba desde proa como se introducía en la cabina del motor. Según nos dijeron, la duración del viaje iba a ser de unas dos horas.
Todo discurría con normalidad. Incluso nosotros tres fuimos recuperándonos algo de la molesta sordera del principio. El mismo camino del barco y una ventolina muy suave que empezó a levantarse desde poniente, que a lo más rizaba suavemente la superficie del agua, hizo que perdiéramos el estruendo del motor por la popa. Íbamos  sentados encima de las escotillas cerradas de la parte central de la embarcación. Procuramos aproximarnos de tal manera que fuera posible mantener una conversación sin gritar demasiado. Recuerdo perfectamente que la excitación de vernos metidos en medio del mar, sobre las tablas de una cubierta que cada vez se nos antojaba más pequeña, nos hizo extremadamente locuaces. Dejábamos atrás la enorme mancha ocre de la ciudad amurallada de Ibiza y por estribor se iban sucediendo  los islotes casi negros que cierra la larga playa de En Bossa.
Había, de todas formas, una inquietud creciente, que no me pasó desapercibida, en los dos marineros. La  caída del sol coincidía con el aumento rápido de una nubosidad espesa, impulsada, al parecer, por aquel viento de poniente suave todavía, es cierto, pero que había refrescado en un período de tiempo relativamente corto. Tuvimos que abrocharnos bien los abrigos y situarnos más hacia popa para evitar las salpicaduras del agua. La nubosidad ocupaba ya una franja bastante alta en el horizonte, lo cual hizo disminuir considerablemente la luz del día. Nos estábamos acercando a la pequeña isla que cierra la abertura principal del estrecho, no lejos de la costa ibicenca, y sobre la que se encuentra uno de los dos faros,  el llamado faro de Els Penjats. El mar se había convertido en una  superficie negruzca que empezaba a reflejar con viveza los destellos de los faros. Las luces reglamentarias de a bordo también se habían encendido.
El faro brillaba cada vez más cerca de nosotros y poco a poco el barco tuvo que irse situando en el centro del paso que nos permitiría avanzar hacia el puerto de la Sabina. La visibilidad había disminuido tanto que ya sólo era posible guiarse por los faros. En un momento determinado observé que el marinero joven, que iba situado en la proa, intentaba comunicarle al patrón algo que debía ser importante a juzgar por los gritos crispados que daba. Pero el ruido del motor y del viento lo impedía. Fueron impresiones rapidísimas, pero apenas empecé a oír los gritos del marinero vi como por la proa se acercaba una mole negra contra la que irremisiblemente íbamos a estrellarnos. Fracciones de segundo después, el marinero de la proa pasó saltando como un gato por encima de nosotros y se situó al lado del patrón. Lo único que pudimos hacer los tres pasajeros fue agarrarnos con fuerza a las puertas de las escotillas y tumbarnos completamente sobre cubierta para no ser arrastrados por el inminente golpe de mar. El patrón actuó con gran serenidad y apenas fue consciente de la situación redujo drásticamente la fuerza del motor. Recibimos la embestida de la ola gigante con una marcha ya muy moderada. El falucho levantó la proa increíblemente y tardamos varios segundos en coronar aquella montaña de agua. Pero lo que realmente nos produjo pánico fue descubrir el vacío negrísimo que arrastraba tras de sí. Los marineros nos dijeron a gritos que lo importante era mantenerse tendidos y fuertemente agarrados a cualquier punto sólido de la cubierta. El barco se precipitó al vacío, pero habiendo perdido ya el impulso del motor, era llevado por el movimiento del mar sin ofrecer resistencia. Esto garantizaba que el golpe  fuera mucho menos violento. Nunca he sabido si Gertrud y la señora inglesa fueron conscientes en aquel momento de lo cerca que estuvimos de que el mar nos tragara para siempre. Los marineros y yo, que siempre he estado pendiente de las mil caras del Mediterráneo, sí que lo fuimos y de qué manera.
Detrás de la primera ola vinieron otras dos de características semejantes. Pero pasada la tercera, el barco viró violentamente a babor y con el motor a tope se lanzó en una estruendosa carrera huyendo de aquella zona del estrecho. La huída se producía en dirección sureste, aproximadamente, lo cual nos permitía acercarnos algo a las islas y rocas que bordean el estrecho por el lado sur. Durante unos minutos pareció que ya definitivamente el patrón desistía de cruzar el paso y que, por tanto, regresaríamos a Ibiza. Pero no tardó mucho en descubrir que después de unas cuantas olas más grandes se producía un período relativamente largo de una mar más tranquila que permitía seguir avanzando. Se decidió al fin por afrontar de nuevo el oleaje: avanzábamos al máximo cuando se producía la bonanza y nos quedábamos a merced de las olas cuando éstas se presentaban. De este modo conseguimos cruzar toda la zona del estrecho. El avance se hacía muy difícil y la oscuridad de la noche aumentaba el peligro, a la vez que se hacía necesario ir buscando las líneas de penetración más alejadas de donde la fuerte corriente arrastraba el oleaje. Era igualmente de capital importancia mantenernos alejados de los escollos de la costa, únicamente anunciados por el resplandor blanco de los rompientes.
Para una travesía que no debía durar más de dos horas fue necesario emplear cerca de cuatro. El mal tiempo se nos presentó cuando ya llevábamos más de una hora navegando pero desde aquel momento el avance fue irregular, casi imperceptible a ratos. Cuando llegamos al puerto de la Sabina empezamos a darnos cuenta de detalles de nuestra situación que hasta aquel momento habían pasado desapercibidos. Íbamos, por ejemplo, completamente mojados de arriba abajo y teníamos las manos agarrotadas por el frío y por el esfuerzo de mantenernos agarrados a la cubierta. Afortunadamente el restaurante Bellavista estaba abierto todavía y el guisado de mero que Paco nos preparó nos devolvió al mundo de los vivos.
Alguna que otra vez nos hemos encontrado, después, los supervivientes de aquel viaje y de nuevo hemos brindado para que lo peor que nos espera en el futuro sea como aquel anochecer.

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