Icono del sitio V Certamen de Narrativa

64- Volando. Por CARLOTA VALPARAÍSO

Hace unos cuantos años, cuando se generalizó la aviación como medio de transporte  del creciente fenómeno turístico, se produjeron varios secuestros aéreos. Un avión podía interrumpir su ruta y algún que otro romántico de la acción de volar por libre, por llamarlo de alguna manera, se erigía en secuestrador, pedía aterrizar en otro aeropuerto y solicitaba una fuerte suma de dinero a cambio de soltar los rehenes tomados. El desenlace de estos episodios fue irregular, llegando a haber algún que otro percance serio. Claro que a los pasajeros, al ir a embarcar, no se nos registraba ni se nos imponían las serias normas sobre equipaje de mano que fueron adoptándose luego con el tiempo. Hoy, que la seguridad de los aviones se ha exagerado hasta el extremos ridículos y que se obliga al viajero a descalzarse y a ponerse poco menos que en cueros al pasar los controles, tal vez añoramos aquellos momentos en que todo se hacía más o menos al estilo mecagoendiez, aunque éste nos gastase alguna mala pasada de vez en cuando.
Dicen que a esto de volar el hombre no se ha acabado de acostumbrar del todo, y esto se puede comprobar sin haber ido a estudiar a Salamanca  cuando se observa la sonriente cara del usuario una vez acabada la travesía aérea, pero en los primeros años de la década de los setenta subir a un avión aún era mucha novedad e imponía lo suyo; así, era más que normal oír a uno comentar que si no fuera por esa circunstancia de tener que ir por los aires ya habría él  ido a tal o cual sitio.
Siempre hay una primera vez para todo y este primer loquesea no se olvida nunca. Yo conservo vivamente el recuerdo de mi primer vuelo, que se caracterizó por reunir varias  experiencias en una sola. A comienzos de los años setenta del siglo veinte yo todavía no había tenido ocasión de subir a un avión. Ahora, un amigo mío venía a Palma de Mallorca por unos días y me pidió que fuese a visitarlo. Vivía yo en Barcelona, como estudiante, en una residencia de monjas, en un régimen que hoy podríamos llamar de libertad vigilada. La salida diurna era libre pero a las diez de la noche se hacía recuento general y no se podía faltar. Me informé acerca de la posibilidad de viajar a Palma por un solo día, haciendo la ida por la mañana y el regreso al atardecer. No dije a nadie nada de mi proyecto pues de haberse enterado las sores me habrían hecho desistir ya que no tenía permiso de mis padres.
Al poco de quedar acomodada en mi asiento, mirar por la ventanilla, curiosear por el bolsillo del asiento de delante y otros movimientos sin importancia, despegamos. A mi lado iba sentada una señora de edad indefinida. Su aspecto era claramente de no haber subido nunca a un aparato como aquel. Me pareció que su falta de confianza no le daba ni para apoyarse en el respaldo. Las rodillas apretadas y los pies apenas reposando sobre el suelo por miedo a pesar demasiado me indicaban que no iba a ser la confiada interlocutora que yo hubiese deseado tener como compañera de viaje. 
Al llegar arriba, aunque en principio el día no era malo, el avión comenzó a moverse. Nos dijeron por los altavoces que había turbulencias en altura. Mi compañera de asiento, a quien para simplificar  voy a llamar María, respiraba fuerte y a cada pocos minutos emitía un amago de gemido que, por otra parte, a mí me servía para hacerme la valiente. A cada aleteo en el exterior del aparato, el movimiento se multiplicaba en la cabina y, con él, María también incrementaba sus lamentos ya sin disimular su deplorable estado de ánimo. Nos hicieron poner de nuevo los cinturones de seguridad y nos invitaron a colocar los asientos rectos. Mejor no nos levantábamos hasta nueva orden. 
El panorama era ciertamente incierto pero la cosa no acaba aquí. De momento me doy cuenta de que, al otro lado del estrecho pasillo, un individuo con apariencia de extranjero, larguirucho, solo, sin nadie en el asiento de al lado, saca una enorme maleta, se la coloca sobre sus rodillas, la abre y comienza a manipular por dentro de ella. Yo miro de reojo y veo que tan pronto tiene en las manos un cilindro de brillo metálico como lo vuelve a dejar y abre un canutillo que, pensando bien, puede contener elementos de dibujante, o de cualquier otra cosa, pero pensando mal…
Contaminada, más que informada, por los telediarios, me vienen a la cabeza las mil excusas  que voy a tener que dar en casa cuando nos hayan secuestrado y mi  nombre salga en las noticias como un rehén por el que el seguro secuestrador va a pedir tanto dinero o ves a saber qué. La rapidez de mis conjeturas me lleva incluso a imaginar los titulares de la prensa del día siguiente: Avión secuestrado  camino de Palma va camino de Estambul (o de Addis Abeba) con sesenta pasajeros. El secuestrador pide ser abastecido de carburante y recibir la cantidad de…., Aquí mi cabeza se pierde.
Mi disyuntiva en estos momentos está en si es mejor el secuestro o el accidente por mal tiempo meteorológico. Tampoco es que una solución me satisfaga más que la otra, pero aparecer secuestrada en Estambul (o Addis Abeba) quizá me produce más vértigo que simplemente el de un accidente que marque un final definitivo. Seré considerada una heroína con mención y todo, mientras que dar cuentas de por qué me he ido y responder a otras tantas  preguntas inconvenientes, la verdad, me da respeto. Así teníamos de asumida la obediencia y la falta de autonomía en aquellos años.  Invocar una u otra solución con un acto de mi voluntad  también tiene narices. Menos mal que, por otra parte, de sobra sé  que mis invocaciones no pueden dar ningún resultado efectivo.
El hombre de la maleta continúa  reordenando las piezas misteriosas de su misteriosa maleta. Luego mira hacia los lados, mientras mi miedo va en aumento y comienzo a dar por seguro un catastrófico final.
María, con los continuos movimientos del fuselaje medio se desmaya y yo me apresuro a darle aire con un improvisado abanico, busco con la mirada a la azafata, a la que no veo. ¡Qué situación! Si todas las veces que se vuela es así, no me extraña que se produzcan infartos a bordo, como cuentan que ha ocurrido, y que la gente tenga fuertes resistencias a subir a un avión.
El hombre de la  maleta me mira, fija sus ojos en mí. Yo me siento no sé si cómplice o testigo, pero en todo caso víctima segura del estropicio que se avecina. Vuelvo  a buscar a la azafata y grito -¡Señorita, por favor, acuda aquí!  Pero ya no sé si mirar al hombre o salir corriendo ¿a dónde? El escaso espacio que permite el artilugio este  me está produciendo una angustiosa claustrofobia.  Para colmo, me parece como si al dejar de mirarlo, el tipo haya de iniciar el definitivo  gesto fatal o que diga levantándose: – ¡Que no se mueva nadie, esto es un secuestro!.
Noto que una gota de sudor cosquilleante se desliza por detrás de mi pabellón auditivo. Busco desesperada con la mirada el fondo del pasillo. De repente, un golpe seco. Doy un grito. Un señor que va en el asiento de delante se vuelve hacia mí y me dice:
– Señorita ¿le ocurre algo?
– Si, vaya, o sea, no ¿qué  ha sido eso?
– Estamos en Palma. Lo que ha oído son las ruedas de aterrizaje en su encuentro con la pista.
Miro de reojo el asiento del para mí secuestrador. Ya no está. No puede haber salido, pues las puertas no se han abierto todavía. De la maleta, ni rastro. Pero, haciendo caso de mi sentido práctico, me hago la última idea: mejor que el hombre no esté,  no me importa dónde haya ido. No lo busco, ni pregunto por él, ni digo nada a María que, ya un poco recuperada, bastante tiene con ir superando su miedo mientras se va secando nerviosamente la comisura de los labios con su enorme pañuelo  blanco, que contrasta con el negro integral de su atuendo.
En el  edificio de la Terminal del aeropuerto me esperaba mi amigo.
– ¿Qué tal el viaje?
– Muy bien, aunque un poco movido por el viento.
– Sí, aquí en tierra también se ha comentado que había turbulencias en altura.
– No tiene importancia.
Del hombre, de la maleta, del secuestro, de Estambul (o Addis Abeba), de la cara que iban a poner mis parientes al verme en el periódico, de todos aquellos fantasmas que habían sido mis peculiares compañeros de viaje no dije ni una palabra a mi amigo. Paseando por Palma durante el día, me venían ráfagas de la pesadilla del vuelo. Pero había que regresar a la tarde y aparecer por la puerta de la residencia antes de las diez de la noche como si tal cosa.  El viaje de vuelta hoy lo he olvidado por completo, pero el de ida….

63- Relato desde el cementerio. Por Pandora de Ténedos
65-Cuando viajar era todavía una aventura. Por Andrés Melville
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