Icono del sitio V Certamen de Narrativa

62- Ocaso. Por Chari

  Adornada con nubes dispersas a escasa altura y cirros sutiles como cendales, aquella tarde de otoño prometía una puesta de sol de inusitados tonos rosados.

          Era esta, para el pintor de la casa de la colina, la hora bruja del atardecer. El hombre,  con la calma que lo caracterizaba,  dispuso el caballete en el rincón de la terraza acostumbrado, preparó el lienzo   esbozado previamente y dejó a su alcance, en la pequeña mesa, entre tubos y pinceles, la botella de coñac, el vaso azul  predilecto y el paquete de cigarrillos.

            Observando el horizonte, chasqueó los dedos en un ademán de impaciencia y de resolución.

             -¡Tengo que lograrlo!  ¡Y lo haré, vaya!

             Llevaba días, empecinado, absorto, molesto, en un intento último de  captar  el complejo y fascinante cromatismo de aquel crepúsculo otoñal.

             Nuestro hombre ya rozaba los setenta años, y estaba dotado  de  un aspecto vulgar, de figura algo rechoncha y desaliñada,  facciones más bien toscas y ademanes cansinos. Era un excelente pintor, aplaudido y considerado por el público y los críticos. De carácter más bien severo, sobrio en palabras, firme en sus propósitos, pugnaba ahora por ver realizada la obra de su vida.

              Tomó uno de los pinceles y lo observó detenidamente, como si pretendiera encontrar en sus delicadas  cerdas el secreto de su impulso creador y la gracia suprema de los colores.  Y en su semblante asomaba un leve gesto de contenida irritación, ante la imposibilidad, hasta entonces, de poder captar en toda su belleza y armonía, la hermosa, indescriptible puesta de sol.

             Le obsesionaban aquellas colinas que se extendían de Norte a Sur, hasta adentrarse en el mar, especialmente las dos que formaban un perfecto cuenco en el que inevitablemente se hundía el sol llegada la hora de su desaparición.  Tenía grabados en su cabeza  los tonos quiméricos de los verdes y los ocres, la gama angustiosa del cielo, el plateado y negro-gris de las rocas y los matices múltiples e indefinibles del mar.

             -¡Tengo que conseguirlo! ¡Por mi vida que lo conseguiré!

              Ahora sonreía. Se había echado al gaznate un buen trago de aquel coñac exquisito, regalo de su buen amigo Genaro, y se sentía con ánimos para cualquier empresa por ardua que fuere.

              Se acercaba el momento esperado.  Llegaba el momento en que el pintor Supremo iba a dejar caer sobre aquel rincón de la tierra los tonos inmarcesibles de su divina paleta.

El artista arregló cuidadosamente la mesa, tocó una y otra vez alguno de los pomos, movió de lugar la tabla que usaba como paleta, alejó un trapo tintado de cien colores, el encendedor, el paquete de cigarrillos, el disolvente…

Cogió las gafas y se las puso y ajustó cuidadosamente para echar una mirada al horizonte donde ya se insinuaba el cambio de los tonos, que algunos se diluían para dar paso a otros matices más suaves e imprecisos.

Encendió un cigarro y lo mantuvo apretado entre los labios.

“Tengo que conseguirlo”
Por su mente pasaron como un relámpago las palabras de don Julián, el párroco de Santa Marta.

-Esos tonos, mi buen amigo,  que persigues con tan insensato empeño, sólo los consigue el Creador. No te esfuerces vanamente.

Él también era un creador, tonterías de curas. Lo que existía en la madre naturaleza también se podía trasladar al lienzo, era cosa  de inteligencia, de habilidad, de Arte con mayúscula. 

Surgió un leve, apenas perceptible chispazo, cuando el sol parecía entrar en contacto  con la base del cuenco.  Refulgía el mar sereno y rielaban con cabrilleos inverosímiles las aguas de la bahía.

-¡Dios!

Volvió a ajustarse las gafas y desechó el cigarrillo mientras sentía en el pecho crecer un escozor de ansiedades incontroladas.

Apresuradamente, aunque con absoluta precisión, mezcló dos colores en la tabla, añadió un amarillo. Bufó antes de agregar el ocre. Respiró hondo al ver que iba apareciendo el tono deseado, casi milagrosamente, y lo comparó con el haz de luz que comenzaba a surgir en lontananza. 

El sol comenzaba a hundirse en el seno de las dos colinas perezosamente,  como recostándose  blandamente en el lecho deseado. La luz estallaba silenciosa, múltiple, diversa,  por los más íntimos rincones de la tierra.

Y  comenzó entonces la tarea  minuciosa y frenética: mezcla, pincelada, borrón, trazo, agudeza, temblor… Y el paisaje increíble del ocaso se plasmaba en el lienzo como si una mano divina lo fuera llevando delicada y minuciosamente hasta allí.

Parece oírse como un suspiro cuando el sol ya desaparece totalmente tras las colinas. Y la tierra quedó sumida como en un estupor desmayado.

El pintor continuó su obra durante todo el tiempo que le permitió la luz del atardecer. Al fin abandonó su postura ante el cuadro y lo examinó desde cierta distancia, minuciosamente, con el rigor de un crítico, casi con la frialdad de quien no tiene nada en común con la obra. Lo contempló desde más cerca.

           Cambió de posición, sonrió, la mirada vivaz, casi satisfecha.

           Y la cabeza negó, rotunda,  aunque blandamente.

           -Si, una hermosa obra, pero no es “aquello”.

           Volvió hacia atrás y sacó un cigarro del paquete, lo encendió con calma y dio alguna chupadas., lentas, profundas.

           -Le falta vida, el latido de la vida.

            Contrariado, cansado, se restregó los ojos y se dejó caer en la hamaca, en un rincón de la terraza desde donde podía ver aún el caballete en la ya inicial penumbra del anochecer.
            “No lo consigo, ya estoy algo viejo, me faltan facultades.
            Ni el cuerpo ni el alma están ya para tareas quiméricas.
            Dejó el cigarrillo en una de las macetas que tenía a mano y poco a poco, en un éxtasis de sensaciones enfrentadas,  se quedó plácidamente dormido.

                                        ——oooOooo——                                 

       La obsesión había llegado  a ser una necesidad vital.  Tenía que conseguirlo. Formaba parte de los latidos de su corazón.

       Otra tarde y de nuevo ante el caballete, el lienzo esbozado con las pinceladas y trazos maestros. Enfrentado a la mística luz del atardecer en la acuciante espera, con infinita paciencia,  del portento de todos los días. 

       Ahí, frente a frente, los ojos entrecerrados, ilusionados, absorbiendo con el alma entera los resplandores de la tarde.

       Luces y sombras se iban trastocando, mutables,  caprichosamente esquivas, fugaces, imprecisas, en tanto el sol proseguía su andar hacia el escondrijo cotidiano.        
       Y fue entonces cuando una luz vivísima surgió en el cerebro del pintor.  Una luz portentosa, mágica, inaudita.

       ¡Dios Santo! ¡Claro!

       De un nervioso manotazo barrió la mesa y rodaron por las baldosas de la terraza los pomos, los pinceles, la botella y todo cuando había  sobre  el tablero en acostumbrado desorden.

      -¡Claro….!  ¡Claro!

      Blandió el pincel frenéticamente, como poseído de una energía desconocida. Se despojó de las gafas con un ademán brusco y observó el horizonte con la expresión triunfal del genio.

       El milagro estaba allí,  a su alcance, tan elemental, tan sencillo; él no había podido jamás entrever aquella posibilidad por hallarse ofuscado en la pretensión de hallar los colores precisos, rigurosos,  en el contenido de aquellos pomos.

        Estiró el brazo con lentitud, satisfecho, envanecido, un ademán  grácil, ampuloso, grave, casi teatral y sobre todo templado. Y  el pincel, delicadamente, alargado hasta el infinito, tomó del mismo sol decadente su color inimitable  y lo llevó con   presteza  al lienzo.

         Y así, sucesivamente, las colinas, el mar, las rocas, los cirros,  le fueron entregando al pincel sus propios colores.

          El cuadro iba tomando vida propia y latía  con el ritmo callado y profundo de la propia naturaleza.

                                                               

                                 ——-ooo0ooo——-
           El veterano Ford ascendía por la estrecha carretera de la montaña, con algún que otro ruido quejumbroso debido a los centenares de kilómetros que llevaba a cuestas.

          El valle, abajo,  se  extendía  a lo largo de la cadena de montañas, para acudir a bañarse en la ría. Las barcas, veleros, chinchorros y otras embarcaciones fondeadas en el pequeño muelle, eran, desde la altura, juguetes dispuestos con  innegable  arte para recreo  de la vista.

          Tras remontar una fuerte rampa de la carretera y salvar una sinuosa curva, el automóvil detuvo su marcha en un breve resguardo que a modo de mirador dominaba el valle en toda su extensión.

           La figura rechoncha del conductor, algo encorvada, se apeó del vehículo con ademán cansino y un gesto aflictivo en sus facciones. Abarcó con la vista el hermoso paisaje que se dilataba a sus pies. Hizo una mueca esforzada  de asentimiento.  Encendió un cigarro que aspiro con desgana y tomó asiento en una losa del parapeto.

           El valle abajo y la rada. Las colinas y el lecho del cuenco. El aire otoñal. Y el sol  que se va muriendo.

           La cabeza del viajero que asiente, una y otra vez, que quizás acompaña los pensamientos:
          Fue una lección de humildad.  El sueño  me hizo comprender que no se puede competir con la propia Naturaleza. Y que debo entender el arte en toda  su pureza y también con sus limitaciones. Ya es sumamente importante poder interpretar,  crear  e imitar  las expresiones que la vida y la tierra nos ofrecen.
           Fue una lección de humildad, una hermosa  lección.

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