Ella subió en la parada de siempre, con los mismos ojos cansados de mirada angustiada. Como siempre la examiné con atención, repasé con cuidado sus ropas, su peinado. Reparé en esa belleza que ocultaba tras un aspecto descuidado y anodino. Como cada día hice conjeturas sobre su vida, si estaría casada o era madre soltera. En aquel mes que llevábamos coincidiendo en el tren había imaginado más de veinte historias diferentes para ella, pero sus ojos marrones parecían desmentirlas todas, algo insondable en ellos la alejaban de la vulgaridad.
Hoy hemos cruzado las miradas, diría que por primera vez; ella siempre anda enfrascada en un libro, parece leer con ansia, como si se le acabara el tiempo, no levanta la vista en todo el trayecto y pasa las hojas con avidez. Pero hoy la he notado rara, en seguida se ha cansado del libro, lo ha cerrado dejándolo reposar sobre sus piernas; nos ha mirado a todos, al resto del pasaje, como si fuéramos extraños, con la curiosidad inquieta de un extranjero en un país desconocido. Como si nos viera por primera vez, como si hasta ese momento no hubiéramos estado allí, como si no hubiésemos existido nunca.
En ese instante nuestros ojos se encontraron, se detuvieron a contemplarse, sólo fueron segundos, los suficientes para comprender que me había descubierto, que reconoció en mi mirada el interés que durante días había sentido por ella. Juraría que la vi sonreír cuando apartó la vista, para fijarla momentos después en un punto indefinido del vagón.
Perdone, ésta es su parada, me oí decirle desde mi asiento, casi gritando. Ella me miró sorprendida. ¿Cómo dice?, me preguntó. Yo, aún perplejo por el sonido perfecto de su voz, le aclaré: Siempre se baja aquí, todos los días. Y ella respondió: Hoy voy a otro sitio, gracias; dejándome sumido en la más profunda consternación.
Hundí la nariz en el periódico tratando de pasar desapercibido, aunque nadie se había interesado demasiado por nuestro cruce de palabras. Esperé ansioso que llegara mi parada, avergonzado de mi actitud. La imaginación empezaba a jugarme malas pasadas, había fantaseado tanto con aquella chica que ya formaba parte de mi vida; sin embargo ella ni siquiera había reparado en mí hasta ese momento. ¿Qué estaría pensando ahora?, no me atrevía a mirarla. Por fin el tren se detuvo, agarré mi maletín y salí a la estación sin desviar la vista hacia ella en ningún momento. Mientras alcanzaba la salida al exterior reflexionaba sobre mi vida, ser cajero en un banco no es precisamente una profesión interesante, quizás eso me llevaba a construir un mundo irreal compuesto por personajes robados a la realidad cotidiana.
No noté que me seguía hasta que tocó mi hombro, di un respingo y la miré con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Gracias, me dijo, normalmente nadie se preocupa por mí.Seguíamos caminando, ahora uno al lado del otro; yo buscando una explicación lógica para mi actitud anterior. Soy muy observador, dije al fin, me gusta fijarme en la gente y ver en qué parada se baja cada uno.
Ella no contestó, continuó andando con una sonrisa en los labios, sin decir nada. Me acompañó hasta la puerta del banco, allí se despidió con un beso en la mejilla. Hasta mañana, dijo.
Pasé todo el día inquieto, me gané varias reprimendas del director, mi imaginación funcionaba al máximo tratando de buscar respuestas lógicas a lo que había sucedido con aquella chica. Gracias a mis despistes se produjo un descuadre en caja que me obligó a quedarme por la tarde, me olvidé de almorzar, cuando llegué a casa aún estaba bajo el efecto hipnótico de aquella mujer.
Subió en la parada de siempre, se sentó en el sitio acostumbrado y abrió un libro. Yo buscaba sus ojos, sin atreverme a decirle nada. Ella parecía haber olvidado el incidente del día anterior y seguía enfrascada en su novela. Al llegar a su parada habitual se bajó sin decirme adiós, sin mirarme.
Una desazón interior me invadió, llenando cada poro de mi cuerpo. Esa noche había soñado con ella; en mi sueño volvía a acompañarme, se cogía a mi brazo y me besaba en los labios al despedirnos. Sus ojos ya no zozobraban de tristeza, miraban claros y esperanzados a los míos. Aquella mañana me afeité con esmero, elegí la ropa que a ella le gustaría, más desenfadada y casual que días anteriores, me contemplé en el espejo y observé mi rostro detenidamente, cada vez me parecía más a mi padre, las arrugas me iban disfrazando de él. Pronto cumpliría cuarenta y cinco años y nadie me compraría una tarta, ni un regalo. Comprendí entonces que me agarraba a aquella chica como a una tabla de salvación, como la última oportunidad, qué tontería.
Me arrastré hasta el banco, mi aspecto provocaría algunas sonrisas, jamás me presentaba con camiseta y vaqueros, siempre tan formal con la corbata y la chaqueta. Nunca pude pasar de cajero, soñar despierto es incompatible con progresar.
Me puede cambiar este billete, dijo aquella voz inconfundible. Levanté la vista y allí estaba, con la sonrisa de ayer. Perdona que no te saludara en el tren, mi marido me espía, creo me ha puesto un detective. Ella hablaba, pero yo no comprendía sus palabras, sólo me importaba el hecho de que había vuelto, me podría estar diciendo que llegaba el fin del mundo y yo me quedaría embelesado, escuchando sus palabras, sin poder moverme ni hacer nada. Le di el dinero, sus dedos me rozaron al cogerlo, lo metió en la cartera y se marchó, no sin antes decirme hasta mañana.De vuelta a casa reflexiono sobre sus palabras, está casada y su marido la vigila, son cosas que no se dicen al primer extraño que te encuentras, son cosas que permanecen en la intimidad.
De nuevo el tren, de nuevo ella subiendo, de nuevo su indiferencia. Pero hoy es distinto; yo sé que tiene un motivo para no hablarme y la miró feliz, disfrutando de su belleza, de su nariz altiva, de sus labios gordezuelos que hablan de ansias, de deseo. Fantaseo con su cuerpo, juego a desvestirla, desabrocho los botones de su blusa y me extasío en la contemplación de su piel blanca, desnuda, cálida. La veo bajarse del vagón y no me preocupo, sé que volveremos a encontrarnos.
La mañana pasa, me desespero, la gente que se acerca a la ventanilla no tiene interés para mí, no disfruto con el juego de imaginar sus vidas como otros días. Decido quedarme a comer en el restaurante de la esquina, tienen un menú por diez euros que no está nada mal, a veces como allí, en una mesita situada junto a la ventana; es la mesa de los solitarios, pequeña y arrinconada, nunca la había compartido con nadie, hasta ese día. Porque cuando llego, allí está ella con la angustia desbordándole los ojos. ¿Podemos comer juntos?Hablaba con ligereza de su vida, como si no fuera de ella, comía sin apetito masticando muy bien los alimentos mientras me miraba con interés, analizando todas mis reacciones.
Confío en ti y quiero contarte una cosa, me pareces una buena persona; sí, seguro que lo eres… Sé que me observas en el tren, y tengo que disimular porque mi marido me vigila, me espía, no puedo mirar a ningún hombre. Pero necesito hablar, desahogarme, no puedo retener dentro tanto miedo, tanta incomprensión. Está enfermo, cualquier día acabará matándome en un infundado ataque de celos…Dejó de hablar para mirar compulsivamente alrededor, repasando la cara de los comensales y de los camareros; al fin se calmó.
… Cuando se le antoja me encierra una temporada en casa, en la habitación de pensar, así la llama él. Sólo hay un camastro en el suelo y un vaso con agua, la ventana está cerrada a cal y canto y él decide cuándo es de día y cuándo es de noche para mí. El vaso es de plástico para que no se me ocurra hacer alguna locura. En una esquina ha instalado un pequeño retrete portátil, parecido al que usan los niños cuando están aprendiendo a orinar sin pañales. La última vez estuve casi un mes, claro que el tiempo real no lo supe hasta que salí. Me encerró porque me entretuve hablando con el chico que nos traía la compra, creo que me preguntó por una dirección y no acababa de entender mis explicaciones, era extranjero. Cuando cerré la puerta me golpeó y me llevó hasta la habitación de pensar, sin decir ni una palabra…. Estaba muy seria, pero no lloraba; la mirada fija en la servilleta que estrujaba entre sus manos. Yo permanecí en silencio, no sabía qué decir, así que esperé a que continuara su historia.
…Hace un mes mi madre enfermó, le supliqué que me dejara ir a verla, a hacerle compañía en su casa. Gracias a mi madre logré salir de casa, coger el metro cada mañana y alejarme de mi cárcel. Pronto descubrí que me había puesto un detective. Se lo recriminé, le dije que se gastaba nuestro dinero en tonterías, que dejara de desconfiar en mí. Lo negó todo, pero sé que mentía, ni siquiera trató de pegarme… Otra pausa, yo seguía buscando alguna palabra de consuelo, pero ninguna me parecía lo suficientemente buena. …ahora tengo un problema, mi madre ha muerto esta mañana, nadie lo sabe aún. Si se lo digo a él preparará el entierro y ya no tendré excusa para salir de mi casa; y me moriré, sé que no podré aguantar un invierno más allí, sola… Ahora le acaricio una mano, la noto fría; en una ocasión la había imaginado así, una mujer maltratada, que buscaba ansiosa un apoyo donde aferrarse para salir de la situación en la que se encontraba. Podemos ir a la policía y denunciarle, me escuché decir sin demasiada convicción. No tengo pruebas y él es un hombre de prestigio, con buenos abogados, ¿me ayudarás?
Cuando dije que sí todavía no sabía muy bien lo que ella esperaba de mí, ni siquiera conocía su nombre, no nos habíamos presentado formalmente, pero la acompañé a la tienda de electrodomésticos y después a casa de su madre.
La mujer aparentaba estar dormida, arropada bajo las mantas, cuando me acerqué, la palidez de su rostro disipó cualquier duda sobre su muerte. Se parecía levemente a Elena, así se llamaba ella, como una máscara ajada por los años. Pasamos la tarde velándola, no es que Elena no estuviera triste pero tampoco la vi acongojada, me explicó que su madre sufría grandes dolores y que la muerte había sido un alivio para ella. Nunca supo por el infierno que estoy pasando, sé fue feliz de tenerme a su lado.
El timbre sonó a las seis, dos fornidos operarios soltaron la caja que porteaban y nos preguntaron dónde queríamos instalarlo. En la cocina no cabía, así que Elena dijo que allí mismo, en el salón. Se miraron extrañados, pero procedieron al desembalaje y nos explicaron las instrucciones. Cuando se marcharon, Elena abrió la puerta del congelador vertical y sacó uno por uno los cajones, comprobó el espacio que quedaba dentro introduciéndose en el hueco y asintió con satisfacción. Entre los dos cogimos el cuerpo rígido de la difunta y lo metimos dentro del congelador; nos costó trabajo, acabamos sudando, Elena lloraba y le pedía perdón a su madre. Sólo serán unos meses, mamá, le susurraba al cadáver.
Ahora nos seguimos encontrando en el tren, cada mañana espero ansioso a que entre por la puerta y ocupe su sitio; me contengo al mirarla, ella ni se fija en mí. Cada noche sueño que su marido descubre la mentira y la encierra en la habitación de pensar; pero cuando aparece, el miedo se disipa y aguardo ilusionado nuestro encuentro de las tardes. Allí, en el salón, protegidos por un congelador, nos amamos en silencio, disfrutando del tiempo que nos quede.