Icono del sitio V Certamen de Narrativa

11- De príncipes azules. Por Marcelo DEVENIR

Esthercita Letargo llegó al mundo en noche sin luna ni estrellas, plena de borrasca. Su madre sufrió el parto como si fuera un descuartizamiento, un desmembramiento inca.

Néstor, su padre, y su pequeña hermana Malena, aguardaron en la sala contigua al dormitorio, apenas alumbrados por el candelabro a kerosén.

Luego de algunas horas de truenos y alaridos, la puerta de la habitación se abrió y la partera, con rostro cansino, anuncio parcamente: “es otra niña”.

La falta de estrella pareció ser su estigma. Fue una pequeña solitaria y resentida. Siempre a la sombra de Malena. Oscura como la noche de su nacimiento.

Solo se la podía ver sonreír cuando jugaba en su silloncito hamaca, única herencia recibida del abuelo Pedro.

Sus días de Colegio nunca fueron fáciles. Y a pesar que parecía agradarle, continuaba ella a la sombra de Malena, solo un par de años mayor. Nunca tuvo amigos propios, siempre estaba parada dos pasos detrás de Malena, escuchándola en silencio conversar con sus amigas. Para Esthercita, sus amigos eran los amigos de su hermana. Para los amigos de su hermana, no. Sus juegos preferidos eran los de su hermana, al igual que los disgustos. Si estaba bien o estaba mal, era Malena quien lo decidía, ella confiaba.

Cuentan que su madre no pudo olvidar el horror de aquél parto, y se juramentó no más hijos. Y así fue poniendo distancia al calor nocturno de Néstor, bajo pretextos pueriles, que el hombre fue comprendiendo.

Quizás por ello también, y si bien no hubo descuidos, nunca fue muy cercana ni cariñosa con Esthercita. Un incontrolable rechazo la invadía; la niña lo percibía. Por ello decidió apartarse de su educación, que delegó en su esposo,  ni le instruyó en las tareas de la casa, los quehaceres hogareños. Prefería trabajar durante muchas horas a compartir tiempo con la niña. Néstor solo callaba.

En esos parámetros fue la niña creciendo, en años como en tamaño. 

El silloncito fue olvidado por el columpio del patio, donde solía pasar horas y horas, ensimismada en sus vuelos. Sin emitir palabras. Solo pensando. Pensando y observando como Malena y sus amigas comenzaban a sentirse invadidas por el hormigueo hormonal, con risitas inquietantes. Esthercita se columpiaba. Se columpiaba y observaba. Observaba y envidiaba. Envidiaba en silencio, y en silencio se columpiaba.

Eran horas de adolescencia.

            Y cuando llegaba el invierno y frío del patio arrasaba, se quedaba en la sala, con un libro entre manos. Nada mejor que un libro para una joven solitaria. Y comenzaron los sueños de aventuras robadas a páginas de historias notablemente inspiradas. Y  en ellos reconocía de risas y alborotos, de romance y confidencia, de los mundos de los sueños y los sueños sin un mundo. Y en aquéllas páginas siempre era primavera. Primavera y alboroto. De algarabía y jolgorio, nunca de sueños rotos.

            La belleza fue su aliada. En el crecer de los días, la geometría fue aliada, y hubo un ovalo en sus caderas y hubo círculos perfectos en sus pechos. Mucho más bella que Malena, pero ésta era agraciada, menos bella, más simpática. Gentil, donosa  y bien educada, siempre dispuesta a la charla.

            Los jóvenes se encargaban de establecer diferencias, con su sincera crueldad. Preferían la liviandad y las risas de Malena, al silencio y mirada parca de una jovencita bella, pero que parecía siempre contenida por tela araña. Así era Esthercita. La que por ello sufría, envidiaba. Sin poder decir palabra. Nunca podo expresar sus sentimientos, ni sus dolores o penas. Un invisible nudo la garganta le ajustaba.

            Al paso del tiempo su alma se ensombrecía como las paredes de la casa. Su madre ya era mayor, ciertas veces desvariaba y la limpieza no abundaba. Néstor huía cada vez más temprano al trabajo. Y cada tarde regresaba más tarde, de trabajo abarrotado. Malena, ya comprometida, solo tenía tiempo para pasearse siempre de la mano de Fernando, joven de buena posición económica y carrera universitaria.

            Esthercita, la niña nacida en aquella noche de borrasca, ya era casi una mujer. Mujer atormentada, como la noche.

            Preñada de soledad, rencores y decepción, a su hermana extrañaba. Aquellas risas de amigas tan cercanas, tan lejanas. Mujer ensombrecida de día y por la noche atormentada. Abandonada a sí misma, huraña, maleducada, de carácter frío y seco, insoportable y extraña.

Busca resguardo en la paz de su cuarto, en aquél aroma a humedad creciente cada año. En la rara insensatez de esperar príncipes lejanos y azules, en su pasión por los libros, en su adicción a la biblioteca.

Y en su silla mecedora, obsequio de algún cumpleaños, tan cerca de la ventana, mece que mece sus anhelos más preciados. En el eterno silencio de la casa. Ya no se escuchan los pasos ni la voz de su madre, ni la risa contagiosa de Malena. Solo, muy de vez en cuando, un poco de la tos seca de Néstor, de la lectura le aparta.

Esthercita no comprende como aún no ha llegado, ese momento oportuno, ese instante preciado, que en el dintel de su puerta, surja el hombre apropiado.  Pero más difícil de entender es que su rancia actitud, su agria desenvoltura, son ropajes inadecuados para supuestas doncellas que anhelan ser conquistadas. Que la belleza no basta ni es el sendero obligado, ni el virtuosismo preciado por bellos príncipes azules, que vagan en caballos blancos.

Que existe una vida afuera. Detrás de aquello vidrios y de aquellos cuadros. De las paredes de la casa y del cuerpo. De su puerta y de su mente. De las habitaciones llena de polvo, y de su vida repleta de tela arañas. Que el tiempo ha ido pasando y con ello construido un muro de consecuencias, difícil de ser escalado.

Ya no existen los castillos de verano, los príncipes se extinguieron, desteñidos los azules, presurosos escaparon. Aterrados de esas bellas Esthercitas, carentes de ilusión, gracia y garbo.—————————————————————————–

10- El misterio del informe. Por Aido
12- Monólogo de amor a la mujer corredora de las lágrimas. Por Enrique Gris
Salir de la versión móvil