Anoche, en la almohada, estuve repasando el listado de mis amigos. “Los amigos no se dicen mentiras”, dijo recién un niño delante de mí. Quería indagar en la agenda de mi memoria, casi de manera dactilar, sobre un amigo presto a socorrer en tantos momentos de calamidades.
Así, con la almohada, compartía la noticia que antes de acostarme leí en la prensa y que en repetidas ocasiones había presentado el telenoticiero. “La niña, como si fuese a un paseo, iba diciendo adiós con la muñeca en los brazos”.
Entonces vi el camino, curvado, pedregoso. El gentío en los costados, vociferando. Y, de forma repentina, apareció, como emergiendo de la multitud, un hombre: Simeón de Cirene. No miró a nadie, ni le importó el zumbido y el golpe seco de los látigos de los soldados romanos. –No lo obligaron como rezan los evangelios (Mateo 27:32; Marcos 15: 21)–. Saltó raudo al madero y con insólito esfuerzo lo levantó.
Jesús, con el rostro ensangrentado, giró a medias al sentir en su penosa carga un ligero alivio. Le clavó, en actitud de gratitud, la mirada. Suplicante. Siguieron, a continuación, los azotes y las malas palabras.
Luego, continuaron avanzando en procesión, por el maltrecho camino. Hasta arriar, hasta el Gólgota, el pesado madero. Lo escupieron, lo flagelaron y lo ahincaron. Completa humillación. Allá, en la cúspide del monte, lo abandonaron agónico.
Mucho después, repuesto Jesús de los azotes y de las espinas en la frente, en casa de Martha, se reencontró con Simeón de Cirene como si hubiesen sido viejos amigos. Como si hubiesen estado pescando en el lago en una vieja barca. Compartieron, con Lázaro y con Judas, mientras Martha, con el rostro cubierto, servía unas postas asadas de una especie de bacalao, unos higos en miel y algunas almendras secas.
Sentados en el suelo sobre tapetes de lienzo ¿qué evocarían de los clavos y el martirio de aquel día?
En vigilia, estas repetidas noticias que ya eran imágenes reales: Se llevan a una niña con su muñeca como si fuera a un paseo y después le pasan por la garganta un cuchillo (militares del Estado y paramilitares). Le arrebatan la pequeña finca a una familia donde han crecido sus hijos (paramilitares). Secuestran y encierran, a hombres y mujeres, en un cercado de alambre de púas (guerrilla).
Ella, sólo ella, la almohada, sentía mi estado de impotencia e inutilidad ante la caótica situación. Ella, la almohada, como si fuese mi mujer, recibía mi respiración ahogada en la funda y la suerte desdichada de los desplazados de las veredas camino al Gólgota.
La frase que más me acosaba y que ahora era una imagen: La niña iba diciendo adiós como si fuese a un paseo con la muñeca en los brazos.
Tal vez la almohada estuviese revelando la tarea de pedir auxilio allende los mares. Alguien que ayudara a cargar este pesado madero, alguien que lo alzara, como alguna vez lo alzó, Simeón de Cirene.
Así repasaba yo, a media noche, antes de la epifanía, la lista. En busca de un buen amigo que me ayudase a cargar la cruz de tanta gente necesitada en estos días en mi país. Como si lanzara al aire: “Por favor, amigo, el turbión de los acontecimientos arrecia”.
La cruz.