El anciano andrajoso empuñaba un bastón bañado en oro, con un hermoso grabado en el puño. Un idiota montado en un relámpago, surcando los cielos. A un gesto suyo, del bastón brotó un rayo veloz que amenazaba con derribar al magno dios, el todopoderoso Guluphatep, de su trono dorado. El divino trono se balanceó por encima del abismo de los tiempos y regresó a su posición inicial. -¡Te arrojaré, tirano, de tu indigno trono!. Ya no eres digno de asentar en él tus magnánimas posaderas -gritó el anciano, sus andrajos agitados por el viento huracanado. Y volvió a lanzar un mortífero relámpago que hizo balancearse de nuevo el trono del dios, pero tampoco esta vez logró abatirlo.
Guluphatep dio otro trago a su exquisito vino, y eructó sonoramente. Trató de levantarse, pero sus músculos no le respondían. Su asiento se hallaba suspendido al borde del abismo de los tiempos, donde todas las cosas, incluso él, sucumbían al yugo de las agujas doradas, que él mismo creó; pero el dios apenas se daba cuenta de esto: el vino aturdía su mente y aletargaba sus sentidos. -Dime tú, ¿con qué autoridad osas desafiar a tu dios? -le espetó al de descuidada vestimenta. -Resulta evidente que careces de gusto y elegancia en el vestir, y que la edad no te acompaña.
Mientras pregonaba tan sabias, lúcidas y profundas imprecaciones, el de rudo ropaje, ajeno a las reflexiones del todopoderoso, le atacó con otro rayo de incomparable velocidad, como si, con el transcurrir de la batalla, sus poderes fueran en aumento y recuperaran el vigor de la juventud. Esta vez tampoco logró arrojarlo a la insondable brecha, pero sí, de la sacudida, salió despedido el brebaje milagroso y cayó en el profundo agujero, extraviándose en las lagunas de la inmensidad. Tan fuerte fue el golpe que hizo temblar el suelo y el de pocas riquezas debió agacharse a recoger sus lentes. Cuando se hubo incorporado, observó que el propicio a la ostentación hacía sonar una pequeña campana situada al lado de su trono fastuoso, y antes de poder responder con otra descarga de furia aparecieron de la nada varios criados, con lujosas togas, que se colocaron alrededor del gran Guluphatep. -Traedme más bebida, vagos -les recriminó el excelso de armoniosa voz, y tan raudos como habían aparecido se desvanecieron de nuevo por, ahora sí pudo divisarlas el de poca fortuna, unas puertas enormes, que se alzaban hasta el negro cielo, y que volvieron a tornarse invisibles en cuantos las atravesaron los sirvientes.
El andrajoso escrutó a su alrededor, y lo que parecía ser una estancia infinita, de anchas y elevadas columnas, demasiado extensas para ser abarcadas en toda su altura por el ojo humano, se le presentó ahora despojada de su mágico efecto, y pudo comprobar que, no cabía duda, poseía paredes que la delimitaban. La decoración de las abigarradas columnas ascendía en espiral, enredándose alrededor de los gruesos mástiles que sostenían el cielo. Y por un momento temió que se les viniera encima el océano alado, porque las columnas eran fuertes, pero más lo eran sus rayos. -Vanidoso. No te jactes de esta manera de tu poder. Bastaría con uno solo de mis proyectiles para derribar los cimientos de tu soberbia. Ambos quedaríamos sepultados. El mundo se vería libre de tu villanía.
Así habló, con arrojo, el de dudoso gusto, provocando la hilaridad de Guluphatep. Como en respuesta a su carcajada, hizo acto de presencia un bufón andrajoso, que sostenía un bastón de hierro oxidado. Se descolgó del cielo-techo, colgado de una cuerda que descendía lentamente. Al llegar al suelo, empuñó su bastón metálico a imitación del anciano andrajoso, y descargó cómicamente un golpe hacia delante. Del objeto surgió una cuerda multicolor que se expandió por la amplia sala, reptando entre las columnas. A esto respondió el dios con una carcajada aún más estrenduosa que la anterior, alimentando la ira del andrajoso. Éste, harto de la bravuconada, asestó un golpe letal al bufón, quien perdió la vida en cuanto el rayo enviado por el de rudo vestir contactó con su bastón de hierro. Acto seguido, en un alarde de entereza, el andrajoso arremetió de nuevo contra Guluphatep, pero con menor fuerza que determinación y sólo logró que el pesado trono se diera la vuelta. El de eterna juventud quedó de espaldas al andrajoso, y éste únicamente podía discernir el robusto y alto respaldo donde descansaba su augusta espalda. El dios batió palmas una par de veces, y una vez más acudieron a su llamada. Una puerta lateral dio la bienvenida a los esclavos del majestuoso. Solícitos, se apresuraron a girar el trono hacia donde se encontraba el andrajoso y con la misma premura regresaron a sus quehaceres. Cuando se marchaban unos, por la otra puerta se deslizaron los sirvientes que antes habían acudido a socorrer a su señor. Le traían la bebida que les había demandado. El dios alzó la copa y se la dedicó al de escasa fortuna:
-A tu salud, loco de prescindibles bienes -aulló. Y de un trago apuró la copa. Presto a apoderarse de la siguiente, su deseo fue perturbado por la inflexible resolución del andrajoso, que ya le habían arrojado un nuevo saetazo de luz. El impacto zarandeó el trono y la copa se derramó sobre el ilustre creador de vida -¡Ah, maldición! Torpes de vosotros, que debíais haber protegido el fruto de mi placer con vuestros cuerpos insignificantes. Pronto, traedme otras ropas. Mi coraza y mi espada, rápido. Quiero poner fin a este molesto asunto. El andrajoso comenzaba a acusar el cansancio propio de la vejez. Sus ánimos se debilitaban. Se apoyó en el bastón para no derrumbarse y succionó aire. Desde el otro lado de la estancia, Guluphatep le dirigió una mirada desdeñosa.
-No pienses que flaquean mis fuerzas, pérfido dios. No te burles con tanta ligereza de la vejez y alardees de tu juventud, pues ten por cierto que lo pagarás caro -le gritó el andrajoso, en su interior inquieto porque cuanto más demoraba la victoria más probable era que se le escurriera entre los dedos. De pronto, una bella joven le auxilió, sosteniéndolo. Era una muchacha de buen porte y sobrenatural encanto, de larga melena rubia que le caía en abundantes rizos hasta la cintura. Su rostro beatífico dio vigor al debilitado andrajoso.
-¿Qué haces, hija? -vociferó Guluphatep, encolerizado -¿Que no ves que este personaje de manifiesto mal gusto intenta darme muerte?. La muchacha pareció un tanto avergonazada, pero su azoramiento no le impidió responder con firmeza a su autoritario progenitor.
-Claro que sé, querido padre. Pero yo soy incapaz de negar ayuda a un anciano en precario estado, y menos a uno tan valiente como éste. Que ya se le ve en la cara que su coraje es inusual entre los de su clase. Pocos a su edad osarían pasar de la reflexión a la acción. La gentileza y los halagos de la joven no pusieron freno a la beligerancia del andrajoso, que una vez recuperado inflingió una profunda herida al orgullo del irreprochable soberano de los ríos y los montes. Cavilaba sobre si apresurarse a asestar otro golpe o esperar a reponer energías, cuando de nuevo entraron por las puertas laterarles los sirvientes, portando entre varios una pesada coraza, un casco y una gigantesca y afilada espada. Procedieron con toda la rapidez de que eran capaces a vestir a su magnánimo señor. Un par de esclavos lo sostenían para que se mantuviera en pie mientras los otros le ataviaban con las titánica armas que lo había hecho célebre entre los hombres.
El andrajoso no pudo sino entregarse a pensamientos fatalistas. Asomó en su semblante un atisbo de temor, que no de cobardía, pero permaneció firme en su propósito, aunque éste adquiriese en su mente tintes suicidas. Indicó a la joven que se apartase, pues terrible sería ahora la cólera desatada del que hace tronar los cielos. Relucía la coraza del insigne guerrero en la luminosa estancia, y espantoso era su vehemente deseo de vengar las afrentas que había sufrido por parte de su oponente. El andrajoso colocó ante sí el poderoso bastón, con el relieve del idiota apuntando hacia delante, y se arrodilló para proteger su cuerpo entero. Un ademán de Guluphatep advirtió a los criados que no era prudente ser fieles testimonios ni atrevidos cronistas de lo que allí iba a suceder. El dios se apoyaba en el pesado acero. Lo alzó y apuntó con él al andrajoso, que continuaba en posición defensiva. -Pagarás ahora por tu descaro, sucio huésped -le amenazó.
Y, acto seguido, alzó la espada en alto, zarandeándola por encima de su cabeza. En su precipitación, el dios perdió el equilibrio. Echó un pie hacia atrás, tropezando así con el trono que se hallaba a su espalda y su cuerpo se desplomó sobre el mismo con tal ímpetu que lo arrastró hacia el abismo que había detrás, el que todo lo engulle y a todos somete, incluso al que remueve cielo y tierra, al creador de vida, el gran Guluphatep, que, junto a su trono divino, se precipitaba ahora en la negrura infinita.