Icono del sitio V Certamen de Narrativa

169-El salvador de vidas. Por Ana y yo

El médico diagnostico que la Neumoconiosis se había apoderado de él. y, yo, no entendí nada. Luego, mi primo, que siempre ha sido muy espabilado dijo que el abuelo tenía la enfermedad del pulmón negro.
No dejaba de toser. Cada vez, le costaba más respirar. Decía que la muerte se había sentado, sobre él, mientras afilaba su guadaña como un gran peso oprimiéndole el pecho. Pero era el polvo del carbón aspirado, durante años, el que dibujaba grandes manchas en sus pulmones.

Nos prohibieron visitar su habitación. Sin embargo, protegido por el manto de la noche, yo con cuidado, entraba en la alcoba. Me acurrucaba junto a su cuerpo enjuto y le tomaba sus delgados dedos, que parecían témpanos de hielo, entre mis manos. Acercaba mis labios a su oreja y le susurraba que me contara, una vez más, la historia de su vida.

Me sonreía mientras hablaba del día que llegó al pueblo, acompañando a su padre y hermanos mayores. Iban a trabajar en la mina de una Compañía Extranjera, como picadores y barreneros por lo que les asignaron una pequeña casa con dos dormitorios, alejada de la del «facultativo»,que contaba con un bello jardín, y de la del encargado, que se agrupaban, junto a las oficinas, las cuadras, los pajares, el lavadero y la casa del médico, al que graciosamente, mi abuelo, se refería como “ el carnicero”. 

No estaba demasiado cerca de la bocamina pero sí de un chimeneón por donde entraba aire a los túneles. El quería crecer para poder formar parte de las cuadrillas y encontrar una veta de oro que sacaría a su familia de la pobreza.

Su madre, envuelta en ropas oscuras, se abrigaba con un mantón cerca del fuego mientras reñía a su suegro, un anciano sin dientes y de pelo cano, por llenarle la cabeza de ideas absurdas. Mejor sería que le ayudase a cortar leña o diese de comer a las gallinas que correteaban por el corral junto a la camada de conejos. A ella le faltaban manos. Tenía que cocer las patatas y acelgas, lavar la ropa, ir al monte a por esparto para fabricar alpargatas, amasar el pan y no dejar que los pequeños se acercasen a la sosa, que hervía en el fuego, para transformarse en jabón.

Si la enfermedad se lo permitía canturreaba alguna de las canciones que entonaban sus hermanos cuando volvía de tomar unos chatos de vino, en la Venta, donde contaba a sus compañeros los abatares del trabajo o jugaban una partida de cartas.

Murió un 15 de noviembre, al alba.

Le imaginé con el pico y la pala encaminándose hacía su galería para seguir encofrando, con tablones de madera, las paredes para evitar derrumbamientos.

El funeral estuvo repleto de gente y, no porque mi abuelo fuera famoso por haber encontrado oro, sino porque gracias a él, se salvaron muchas vidas.

168- Palabras de madre. Por Antígona
170-Sonrisa de cristal.Por Norma Jean
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