Aquel día iba con prisas. Eran las siete de la mañana de un lunes de febrero. El viernes anterior había regresado de un viaje por el extranjero y lo primero que había hecho era telefonear a Marta para anunciarle que ya estaba en la ciudad. Ella se había apresurado a invitarme a pasar el fin de semana en su casa, situada en un apartado pueblo de la sierra.
Esta vez no había habido disputas ni tampoco lágrimas. Por fin ella parecía comprender que mi trabajo de ejecutivo exigía este tipo de ausencias, que no eran un capricho, ni un pretexto para hacer turismo por mi cuenta ni para estar con otras mujeres.
Esa era, al menos, la versión oficial. No había habido mujeres en esta ocasión pero sí en otras. Turismo mezclado con el trabajo lo había habido siempre.
La distancia geográfica que, desde el principio, se impuso a nuestra relación, favorecía estos escarceos, que yo trataba de vivir con naturalidad y ella olfateaba con desconfianza y pesadumbre pues, a veces, su sexto sentido descubría en mí una veladura en la mirada, unas ojeras más pronunciadas que de costumbre o una leve desgana a la hora de hacer el amor. Tiraba del ovillo con la ayuda de alguna prueba cierta (una llamada nocturna no respondida, una colilla pintada de rojo en el cenicero del coche…) y casi siempre conseguía de mí una mala excusa o una confesión a medias que la ponían furiosa.
Los regalos que le había traído de mi exótico destino, en esta ocasión, habían hecho por mí el resto del trabajo. Recuerdo la sonrisa sin límites que invadió su rostro cuando vio la pulsera de jade con incrustaciones de marfil. No se la había quitado en todo el fin de semana, ni siquiera para salir al campo. Aunque se encontraba con un principio de gripe, yo había insistido y habíamos salido a pasear el domingo por la mañana. Yo no soy friolero pero ella sí, así que había tenido que abrigarse bien para no terminar por coger una pulmonía.
Además, supongo que en mi honor, se había puesto para la cena del sábado la falda tableada, las medias negras y los tacones de aguja sobre los que bamboleaba torpemente su cuerpo esbelto, y que sabía que me gustaban porque hacían un juego perfecto con su pálida tez y con sus labios glotones y me la convertían por unos minutos en una especie de ninfa bañada en perfume de Dior. A la luz de las velas, quizá entonada por el alcohol de la sobremesa o por la sensualidad arrebatadora del nocturno de Chopin que sonaba en aquel momento en el tocadiscos, me había mirado de una forma extraña, con unos ojos que, en la penumbra, me parecieron más húmedos de lo normal, suplicantes. Yo había desviado la mirada hacia el gran tronco de encina incandescente que ardía en la chimenea.
Me había levantado sigilosamente para no despertarla y, al darle el beso de despedida, ella se removió en la cama, todavía adormilada, y me dijo, como siempre, que no me olvidara de llamarla cuando llegara a mi oficina.
Conocía bien la solitaria carretera de regreso. Había recorrido su trazado sinuoso muchas veces, de día y de noche, en verano y en invierno, con sol y con el pavimento helado por la escarcha.
Aquella mañana lloviznaba y los débiles rayos del sol naciente luchaban sin éxito por abrirse paso entre las negras nubes y abrazar las desnudas ramas de los árboles. Un vaho persistente empañaba el parabrisas del coche y, pese a llevar los faros encendidos, la niebla que surgía del lecho de los arroyos me impedía ver más allá de cincuenta metros.
Como digo iba con prisa. Tenía una reunión en la oficina a las nueve en punto y no estaba nada seguro de llegar puntual teniendo en cuenta el estado del tiempo y el de la estrecha y descuidada cinta de asfalto.
De repente, la vi sobre el pavimento. Era una gran rama de castaño desprendida por el viento de la noche anterior.
Frené en seco. El coche hizo un extraño, se inclinó hacia la derecha invadiendo parte de la cuneta y poniéndose casi de costado. Instintivamente sujeté con fuerza el volante. Los ejes de las ruedas chirriaron con un grito agudo, el vehículo giró ciento ochenta grados, volvió a inclinarse oblicuamente esta vez sobre la cuneta del lado contrario y, al cabo de unos segundos, sentí un fuerte golpe sobre la parte trasera.
Después todo quedó en silencio. Sólo el olor de la tierra mojada, que entraba por la ventanilla, mezclado con el de la hierba cubierta de rocío.
Fue entonces que pude ver, entre los jirones de niebla, una figura que, en el arcén, me miraba fijamente. No podía ser. Era Marta. Llevaba el mismo vestido que el sábado por la noche pero con una diferencia: sobre la blusa blanca de seda aparecía una gran mancha granate. Se acercó al coche, abrió la portezuela y me abrazó en silencio tiñendo de sangre mi chaqueta y mi corbata. Después volvió a mirarme con la misma mirada de cervatillo asustado que tan bien le conocía. Fue entonces cuando no pude reprimir el llanto.