Icono del sitio V Certamen de Narrativa

110-Limpieza. Por Servario

Él estaba conforme con la mujer que le había caído en suerte o, según  decía, con la mujer que “había elegido”. Y conforme hasta cierto punto, porque siempre daba la sensación de estar cabreado.
 El matrimonio iba más o menos bien: ella no tenía amigos, nunca salía ni sola,  ni acompañada por alguien que no fuera su marido. Tampoco molestaba mucho con su familia, su madre era muy discreta y no se metía en casa nada más que de tarde en tarde y el padre era un santo que procuraba no molestar. Respecto al sexo, siempre estaba bien dispuesta: él sólo tenía que decir alguna lindeza del tipo  “Vamos para la cama, leona, que estoy que me salgo…”, para que ella aceptara sin rechistar, aparentemente encantada, tuviera o no tuviera maldita la gana de soportar embates, babeos, jadeos y eyaculaciones precoces.
Siempre hacía caso a las propuestas de él, fueran las que fueran:
-Mira, hoy vamos a comer a casa de mis padres, después iremos a ver el partido del Madrid y acabaremos cenando en el restaurante ese nuevo japonés, el del pescado crudo.
Ella asentía, sin decir que no soportaba comer en casa de sus suegros, que odiaba el fútbol y aborrecía la comida japonesa, pero siempre acataba, ese o cualquier otro plan, con una sonrisa complaciente. Vamos, para resumir y no extenderme: él hacía siempre lo que le salía de los cojones y ella era una especie de bendita, rayana en la santidad y la estupidez,  que aguantaba lo que fuera con tal de que su matrimonio no se rompiera…: “Mis padres, los niños, la familia, los amigos…”
Sucedió que, tras cuatro años de casados, él descubrió que ella había tenido un amor juvenil. Fue durante una conversación intrascendente; estaba hablando de sus novias anteriores, haciendo alarde de su hombría y de lo buenas que estaban todas, cuando ella, sin darle importancia, dijo:
– Pues yo conocí, en la facultad, a un chico muy simpático… Quería ser mi novio y estuvimos medio saliendo dos meses…Fue como si le hubiera picado una serpiente, se levantó del sillón, la señaló  

con el índice y, a gritos, como un energúmeno:

– ¡Y me lo dices ahora! ¡Después de seis años a tu lado! ¡Me has tenido engañado todo este tiempo… Tú me habías dicho que eras virgen…, pero, claro, era sólo para cazarme!

Ella, sorprendida, con la voz muy queda, le dijo:

– Pero…, sí sólo nos cogimos de la mano…

Esto le exasperó aún más, estaba al borde de una congestión:

-¡Calla, no sigas…, no quiero oír más guarradas…! ¡Soy un cuernazos…, un cuernazos…!

A pesar de los cariñosos esfuerzos de ella, él no le dirigió la palabra durante dos días. Al tercero, llegó a casa a media mañana:

– Vamos, ponte algo, vamos a salir, te voy a llevar al tinte.

No rechistó. Salieron a la calle y fueron hasta una tintorería que había cerca de su casa. Él preguntó a la dependienta:

– ¿Cuánto cuesta limpiar una mujer por dentro?

 – ¿En seco o lavado normal? ¿Urgente o para mañana? -respondió la joven.

– Como quede más limpia…,  y lo más urgente posible.

– Espere, que consulto  la lista de precios.

Pasaron unos momentos en los que la dependienta miró y remiró la lista:

– Mire, pues no tengo anotado el precio de ese servicio, pero supongo que le podemos aplicar el del traje completo, más un pequeño suplemento.

– ¿Y para cuándo estará…?

– No parece muy sucia, si se espera la puede tener lista en media hora.

-De acuerdo, esperaré.

Ella entró con dificultad por la abertura circular de la gigantesca lavadora industrial. Una vez dentro, a través del grueso cristal, miró, con una mezcla de sorpresa y culpabilidad en sus ojos, a su marido; éste se había sentado a esperar en un lugar estratégico desde el que podía contemplar las piernas de la jovencita que les atendía. La lavadora empezó a funcionar…
A los treinta minutos la dependienta abrió la  puerta de la máquina y ayudó a salir a la mujer. Ésta, con dificultad para guardar el equilibrio, mareada, se sujetó a la silla donde él seguía sentado. La empleada, tras una ojeada profesional, dijo:     

– Pues yo creo que ha quedado bien…

 Se levantó, miró de frente a su mujer y preguntó:

-¿Has conocido algún hombre antes que yo?

-Ninguno. -Contestó ella. 

-¿Y en la universidad? -Insistió.

-No recuerdo haber ido a la universidad.

Él sonrió, pagó la factura, cogió del brazo a su mujer:

-Vamos, te sujeto, que parece que estuvieras borracha…

Caminaron hacia su casa:

– Mira, hoy vamos a comer a casa de mis padres, después iremos a ver el partido del Madrid y acabaremos cenando en el restaurante ese nuevo japonés, el del pescado crudo… Y, luego, a la cama, que estoy que me salgo.

Ella dejó caer, disimuladamente,  una lagrima y sonrió mientras asentía con la cabeza.

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Yo la conocí casi veinte años después de lo que acabo de contar. Pasaba de los cuarenta y era una auténtica belleza. Fue ella quien me contó esta historia. Su marido, impotente por culpa del alcohol, seguía siendo un perfecto cabrón.

Tuvimos un hermoso romance, que aún continúa…, más aún, tras morir él suicidado de una forma que la policía tildó de extraña: apareció, ahogado o electrocutado –no recuerdo bien-, con la cabeza  dentro de la lavadora de su casa…

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