Icono del sitio V Certamen de Narrativa

92- El regreso del cuervo. Por Noah

Relato DESCALIFICADO para el premio del público

 

Corría sin rumbo por callejones repletos de gente. Pese a mi carrera en zigzag a cada paso tropezaba, recibiendo insultos; sin embargo, mi energía se acrecentaba alentado por un temor secreto. Avanzaba gobernado por una fuerza que estaba lejos de comprender. Mi camisa, cubierta de sudor, chorreaba hasta los antebrazos. Llevaba en la mano, envuelto en un sobre, un objeto cuyo origen desconocía. Mi aliento se acortaba y decidí detenerme en uno de los restaurantes que abundan en la ciudad. Este con olor a la Italia de los suburbios. Sí, era esa Italia la que evocaba, tal vez por la fetidez del mozzarella descompuesto. Por un instante creí entenderlo todo, pero volví a desorientarme al palpar el objeto. No sabía por qué me provocaba tanta ansiedad mirar aquel bulto. ¿Sería robado? Quizá mi cara delatara algún desliz. Intenté sonreír, cuando fui interrogado por una mulata con ojos que parecían arrastrarse por el piso.

––¿Qué traes ahí? ––dijo con voz melosa.

––No sé ––dije.

––¡Ah, no sabes! ––repitió con su timbre fastidioso.

––Si quieres llamo a los índigos ––emitió un bramido un negro, escondido tras el humo de su puro, probablemente aludiendo a la policía.

Me acerqué, nervioso, señalando el objeto–– y dije:

––Si quiere se lo vendo.

––Tráeme el paquete, Frank ––dijo la mujer.

Un círculo de gente me rodeó. Creí imaginar que sus ojos se introducían en mis bolsillos y en mi cabeza. La mulata abrió el paquete y saltó disparada hacia atrás, lanzando un grito. Uno de los hombres me tomó por el cuello. Aún no sabía a qué se debía el embrollo, pero por el salto que había dado la mulata supuse que tenía que ser algo desagradable. La mulata de ojos que parecían arrastrarse por el piso los había recogido como si un cilindro los izara. Ahora me escudriñaba insistente. Otros tres hombres pugnaban por mirar dentro del bulto y, para sorpresa mía, también retrocedieron desconcertados. Luego de un minuto que me pareció un siglo, el agresor hincó mi cuello con su cuchillo y dijo con una gruesa voz que juzgué fingida.

–– ¿Dónde coño lo conseguiste?

Quería responder su pregunta, pero no recordaba cómo había llegado hasta mí el misterioso objeto. Debo señalar, llegado a este punto, que esta historia, tan confusa como vívida, me ha perseguido durante mucho tiempo y he decidido contarla sólo para que se conozcan los laberintos, con apariencia ingenua, que en ocasiones nos asedian.

––No sabes nada, verdad ––reanudó el interrogatorio otro de los tipos; un albino con la cara cortada al que le saltaban los ojos de un lado al otro, tras una nariz acusadora.

––De veras que no sé nada ––alegué.

––Juanca ––dijo la mulata––, llévalo pa´ allá atrás y mátalo.

––Pero, ¿qué coño pasa aquí? ––grité, y advertí que la incomodidad en mi cuello se acentuaba.

––Llévalo, sí llévalo pa´ la cocina ––dijo el albino.

Caminé a empujones y llegué al centro de confección de comida italiana. No podía olvidar a la Italia. A la Italia de los suburbios. A mi mente, sin poder explicarlo, llegó la conocida ropa vieja cubana, el arroz a la marinera y el picadillo a la habanera. Quedé perplejo cuando el albino soltó una carcajada y dijo:

––Picadillo a la habanera. ¡Qué mentáfora!

No había dudas, en mi estado debí haberlo mencionado, ¿de qué otra forma hubiera adivinado mi pensamiento? Sin embargo, otra pregunta me atormentaba, ¿qué vendría en aquel bulto que tanto me había hecho correr?, ¿quién era aquella gente desconocida; y qué hacía yo en el fondo de un restaurante en La Habana Vieja?

––Por última vez, ¿quién te dio esto, de dónde lo robaste y quién te envió a nosotros? ––volví a sentir la voz fingida.

Comprendí que nada los detendría y que aquella locura sólo podía ser mitigada con sangre. Los pares de ojos en números cada vez mayor me observaban con rigurosa simetría, hasta que llegó un tuerto. Ahora sí se jodió todo. Un tuerto. Ya no esperaba ninguna benevolencia, razoné. El tuerto tomó un cuchillo enorme. Esperaba ser atravesado, cuando escuché una voz afinada:

––¿Por qué van a hacerle eso?

Noté que todos enmudecieron. El albino parecía más pálido que antes. Al tuerto le vi un retozo en el ojo desnudo. El recién llegado era un hombre delgado, alto, con modales elegantes. Lucía unas gafas profundas que se perdían en unos puntos finísimos. Inexplicables. Logré enderezarme. La posibilidad de morir con el arma blanca me había hecho encorvar. Había adoptado una pose de ballesta en la que sólo faltaba la flecha. El hombre vino hasta mí, sonriente, y me dio unas palmadas en la espalda.

––No te preocupes, nada malo te pasará; estos muchachos son muy impulsivos.

A pesar de la aparente bondad yo desconfiaba, presentía que todo podía variar de repente. Un suspiro inadecuado, una respuesta descuidada, una pregunta… No, la pregunta nunca la haría.

––¿Lees mucho? ––preguntó muy parco.

No sabía qué responder. Si respondía que sí y no le gustaba la réplica, la flecha ingresaría, sin dudas, en la ballesta. Si decía que no, podía ser la justificación. ¿Qué hacer? Tomé mucho aire, quizá todo el que cabía en mis pulmones y grité:

––¡Sobre todo, cuentos!

––Cuentos, qué bien ––se acomodó la corbata, erigiendo su cuello––, sabes puedes lograr tu escapada de dos maneras, claro, la libertad hay que ganársela. Una posibilidad sería explicando quién te mandó y qué traes en el paquete ––quise interrumpirlo, pero con el índice dividió su boca para que me callara, después prosiguió:

––La otra condición, creo que más fácil, también te haría un hombre libre ––sonrió, mostrando unos dientes afilados que aparecían y desaparecían tras la lengua––; debes decir quién es mi cuentista favorito.

Miré al cielo, o mejor dicho a la bóveda de aquel lugar, y quedé petrificado al ver brazos y piernas colgados de garfios. «Tengo que salvarme», rumié. Regresé al mundo, cuando oí:

––Ah, olvidaba algo ––ahora se rascaba la cabeza, utilizando un pequeño peine––, ¿sabes cómo ganan los cuentos?

––Sí, señor, por nocao ––dije.

–– ¡Por knock out! ––rectificó.

Miré desconsolado de nuevo a lo alto a ver si ya no estaban aquellos pedazos de carne, pero para mi desgracia continuaban allí.

––Espero tu respuesta ––dijo el hombre.

––El escritor que usted más gusta es Poe ––dije temblando––, el cuento que más disfruta es el Tonel del Amontillado, además le fascina el poema El Cuervo ––quedé, al terminar esta frase, algunos segundos literalmente paralizado, al observar una túnica negra deslizándose sobre mi cabeza; luego comencé a recitar un fragmento del poema, sin saber lo que decía, pues nunca había dicho una palabra en inglés.

Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary,

Over many a quaint and curious volume of forgotten lore…

Soltó una carcajada, como relámpago, que se incrustó en mi cerebro. Levanté la mirada y coincidimos por más de un minuto. No sabía si era correcto o no aquella insolencia de mi parte, pero sospeché haber sido hipnotizado. Vi una oscura cripta por donde descendí apoyado de sus paredes, al final escuché gemidos, después advertí una luz que se acercaba y ante mí emergió un campo de flores, donde encontré muchas personas. Algunas lloraban. Otras suplicaban, haciendo cruces al aire. No sé qué tiempo permanecí en ese estado, solo que desperté tras el grito de mi madre, espantando a un cuervo que intentaba taladrar la cabecera de mi cama.

Créanlo o no, hoy hace once años, con once meses y once días que no logro conciliar el sueño, aunque en las noches desarticule las ventanas de mi cuarto a la espera del cuervo…

 

91- Un binomio perfecto. Por Perséfone
93- DE PROFESION ESPIA. Por Erlantz Gamboa
Salir de la versión móvil